Thomas Mann, a 100 años de «La montaña mágica»

El escritor burgués y la fuerza indómita de lo desconocido

Thomas Mann, a 100 años de "La montaña mágica"

A Oscar del Barco (1928-2014) in memoriam.

Por Antonio Oviedo (Especial para HDC)

UNO

En noviembre de 2024 se cumplirán los 100 años de la publicación de “La montaña mágica”, la magistral novela escrita por Thomas Mann (TM, 1875-1955) que influyó decisivamente en la Academia sueca para otorgarle cinco años después el premio Nobel de literatura. Esta concisa referencia debe ser dejada de lado si se desea examinar ese mundo extraño y perturbador forjado por el escritor alemán.

DOS

TM descendía de una antigua familia vinculada a la opulenta burguesía comercial de Lübeck, capital de la no menos poderosa Liga Hanseática (fundada en el siglo XII, dominaba el mar Báltico y el Mar del Norte) que hacia fines del siglo XIX ya mostraba un agotamiento irreversible confirmado por la ulterior reunificación imperial de Alemania. TM narró -en varios de sus libros- “el canto de cisne de la gran burguesía europea”: asoman sin pausa los augurios de un desenlace inminente que sin embargo ralentiza sus últimos estertores. Publicada en 1901, “Los Buddenbrook” traza la decadencia de una familia de la alta burguesía de Lübeck en cuyas vicisitudes se reconocen las de la propia familia del escritor.

TRES

Los libros posteriores a “Los Buddenbrok” agregarán nuevas y diversas secuencias portadoras de un porfiado movimiento de desgaste que fue acentuando el imperceptible hundimiento inicial. Surge esta pregunta: ¿qué subyació a ese malestar sordo que infiltró la experiencia personal y literaria de TM? Quizás fue la manifestación de un descontento íntimo ante un pasado que al ser irrecuperable también era irrenunciable. La pregunta recién formulada admite otras respuestas no carentes de interés. En particular, la que atañe a un recalcitrante individualismo asumido sin titubeos por TM hasta en los más ínfimos detalles. Fue concluyente y categórico respecto a la reivindicación de su condición de escritor. Supo decir que donde él estaba, estaba Alemania. Es decir, TM como escritor cuyo destino de tal fue definitivamente conquistado desde el lugar donde había nacido. Esta certeza, por así llamarla, desemboca en una definición de su oficio -que todo escritor en algún momento necesita enunciar. La de TM no deja de ser convincente: el escritor es alguien al cual escribir le resulta más difícil que a los demás.

CUATRO

Quedaría incompleta la reflexión anterior si no se observara el “physique du rôle” de TM captado en decenas y decenas de fotografías de todas las épocas. Desde muy joven los retratos exhiben casi desafiantemente al “escritor consagrado” que hace de la pose su recurrente asidero, es decir: mi pose me representa, desde ella soy escritor. Dos de los hijos de TM, Erika y Golo, marcaron, desentendiéndose de toda hagiografía, la pedantería de su padre (con traje, corbata, cuello almidonado de la camisa, anteojos al alcance de la mano, bañado por la luz suave que traspasa los visillos inmaculados de una ventana) sentado a un escritorio sobre el cual hay lapiceras, lápices y lupas alineadas, tinteros de metal reluciente, libros prolijamente apilados. Nada parece alterar esta puesta en escena de quien a veces mira hacia la cámara. La imagen exhala un orden casi asfixiante alimentado por un desorden insidioso y larvado que puede irrumpir en un santiamén. No faltan, sin embargo, los escritores contemporáneos de TM que adoptaron actitudes existenciales diametralmente contrarias a la suya: un Kafka que anhela -lo afirma en sus “Diarios”- permanecer cada noche en un sótano ante una mesa y una lámpara escribiendo sus relatos; un Bertolt Brecht (usando ropas, como fue descripto, similares a las de un presidiario o a las de un obrero) que construyó arduamente su excepcional “dramaturgia épica” donde reformuló estética y políticamente las categorías más inamovibles del marxismo: la lucha de clases y la dictadura del proletariado; o un James Joyce que, mientras escribe el Ulises, proclama con absoluto desparpajo: “Sólo quiero entrar a la sociedad como un vagabundo”.

CINCO

Se justifica acotar aquí que ese orden que trastabilla y vacila señalado recién es el que con frecuencia TM va introduciendo en sus novelas. Recurso que, cabe suponerlo, le fue permitiendo a TM despojarse de la máscara de escritor burgués solemne, verdadero obstáculo que le impedía entrar en esa región en la cual la literatura, atravesada por la fuerza indómita de lo desconocido, revela su cualidad más inquebrantable: descubrir interrogantes e inesperadas incógnitas. Aquí hay que referirse a Hans Castorp, el personaje central de “La montaña mágica”. Hacia 1907, llega Castorp a la montañosa ciudad suiza de Davos-Platz con el objeto de visitar a un primo internado en un exclusivo sanatorio que atiende a enfermos de tuberculosis pertenecientes a acaudaladas familias europeas. Su estadía durará, así lo cree, unos pocos días. Sin embargo, el estado de somnolencia -o hasta de abulia- que envuelve a los sofisticados pacientes del sanatorio no tardará en pesar en el ánimo al principio casi exultante de Hans Castorp. (No se puede omitir aquí una rápida digresión: la enfermedad circula cual un sombrío leit motiv en varios libros de TM: además de la tuberculosis en La montaña mágica, en Los Buddenbrook es el cáncer, en Muerte en Venecia es el cólera, o en Doktor Faustus es la sífilis).

CINCO Bis

Luego de pasar siete años en el sanatorio y, tras ser curado, volverá al “mundo de abajo” donde ya lo esperan las atrocidades de la primera guerra. Pero ahora posee un saber obtenido a través de innumerables diálogos y discusiones con unos perspicaces interlocutores internados en el sanatorio: los opuestos complementarios Naphta y Settembrini, el cáustico aristócrata Mynheer Peeperkorn, la reticente y zigzagueante Clawdia Cauchat, el amor imposible de Castorp, etc. Cada uno, de un modo distinto, le franquearán la entrada a ese epicentro inquietante, la enfermedad, donde si bien palpita un caos siempre ubicuo, es el orden como un espacio desprovisto de límites tranquilizadores el que de golpe adquiere primacía. Asimismo, podrá acceder a esa nosografía de la tisis que la trama narrativa desmenuza con obstinación no exenta de regodeo: síntomas, lapsos de incubación, diagnósticos, silbidos convulsivos del neumotórax, fluctuaciones de la fiebre, controles terapéuticos, treguas y colapso definitivo. De esas arenas movedizas de la enfermedad emana una atmósfera incierta que desencadena, en el ánimo de los enfermos, conductas desconcertantes. Paralelamente, los altibajos de la enfermedad son indisociables del sutil poder de encantamiento (de allí el carácter de “mágica” atribuido a la montaña) con el cual el “mundo de arriba” busca atraer a los habitantes del “mundo de abajo” (del cual proviene Castorp).

SEIS

Un día de diciembre de 1947 a las 4 de la tarde, siendo una adolescente de 14 años, Susan Sontag fue invitada junto a su novio de 16, y por iniciativa de este último, a tomar el té a la casa de TM en Pacific Palisades, una zona residencial de Los Angeles, California, frente al océano, donde el escritor vivía desde 1938 (previamente, con el ascenso ominoso del nazismo en 1933, se había exiliado en Suiza y Francia). Ella, a su vez, vivía con su familia muy cerca y había leído dos veces “La montaña mágica”. Durante la conversación, Sontag le contó que dicha novela la había deslumbrado. Por su parte TM les confió que consideraba a “La montaña mágica” como lo mejor que había escrito. Incluso mejor -así lo sugirió- que Doktor Faustus, que acababa de ser publicada. Muchos años después, en 1987, Sontag relató los pormenores de ese encuentro en un texto titulado “Peregrinación”. Su gran ensayo –“La enfermedad y sus metáforas”- apareció en 1977. La primera frase: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida” prolonga sus resonancias en cada uno de los lúcidos enfoques posteriores. Como objeto específico de sus análisis, el de la tuberculosis arranca con el romanticismo (Novalis, John Keats, Byron) y continúa, en el siglo XIX y XX, con, entre otros, Henry David Thoreau, Stevenson, Katherine Mansfield, TM y Kafka (murió tuberculoso en 1924), quien, en una carta del 26/9/1917 a su amigo Max Brod, empleando una vertiginosa prosopopeya, le concede a la tuberculosis una voz que sustituye a la del escritor: “es la enfermedad que habla en mi lugar porque yo se lo he pedido”.

SIETE

“No parece posible ser artista y no estar enfermo”: la tajante aseveración del aforismo de Nietzsche -en “La voluntad de poder”- alude a una experiencia del sufrimiento, condición inexcusable para la creación artística. En su trabajo ensayístico, sin rodeos y a su modo, Susan Sontag lo parafrasea: “El estólido burgués Hans Castorp contrae una enfermedad de artistas”. Esta disparidad que aflora intermitentemente en la textualidad de TM plantea una disyuntiva cuyas expresiones, al propagarse, se repliegan sin llegar a resolverse del todo. Es al respecto coincidente la perspectiva de Marguerite Yourcenar cuando -en su texto sobre TM en “Beneficio de inventario”- convoca a esas dos figuras antagónicas, la del burgués y la del escritor. Reina entre ambas una tensión que Yourcenar refleja no menos enfáticamente: “La tragedia del artista en ruptura con su medio burgués es para TM hasta el final una terrible opción”. Y agrega una precisión que exacerba la cita anterior: “el hombre de letras, ese tránsfuga de la sociedad burguesa”.

OCHO

Resulta pertinente evocar aquí un episodio de la biografía de TM que, además de guardar relación con el mencionado dilema, llega hasta el umbral de “La montaña mágica”. Hacia 1912, TM fue a Davos-Platz a buscar a su esposa que se recuperaba de una afección pulmonar. TM enfermó repentinamente de bronquitis y el médico le propuso que se quedara allí unos meses en observación. “No seguí -confesó TM- el consejo, decidí escribir La montaña mágica, otro hubiera sido mi destino si cedía a la tentación de permanecer con los de arriba”. Punto de inflexión en virtud del cual el burgués llamado Castorp es llevado a las páginas de una novela; instante fulgurante en cuyo transcurso la condición de escritor de TM da un salto cualitativo, encuentra su lugar tenazmente buscado.

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