Tiempo Gardel

Por Silvia Barei

Tiempo Gardel

Cuando por los años 70 mi padre decía que lo de Piazzola no era tango, y yo le contestaba que Gardel era un compadrito pasado de moda, se trataba simplemente de un ejercicio de desencuentro generacional, muy acentuado en términos de rebeldía hippie y patotera. Porque a la figura del compadre y del canyengue yo le oponía melena y anteojitos (¡Y Einstein sacando la lengua!). A ello mi padre replicaba citando a Pedro Larralde: “Astor se manda unas piruetas que Gardel escucharía, sobrándolo”.

Obviamente, ninguno de nosotros dos tenía razón, y los dos lo sabíamos.

Es decir, por entonces yo creía saber algo más de lo que realmente sabía y mi padre tenía claro que el tango, como todo el acervo popular, tiene sus mitos y sus leyendas, sus banderas en alto y sus lutos sentimentales. Y podía nombrar a Milonguita, al cachafaz y al compadrito, a Gabino Ezeiza y al Gordo Homero, el Abasto y el Chanta Cuatro, Pepita Avellaneda, Estercita y Margot, esa mezcla rara de Museta y de Mimí, Alfredo Le Pera, Melodía de arrabal y El día que me quieras interpretados por ese morocho que, por los años 20, se venía a la Segunda, en Córdoba, para aprender del Cabeza Colorada, vestido todavía a lo gaucho, con poncho y chiripá, botas, espuelas y guitarra criolla.

Ése morocho era Carlitos. Carlos Gardel. El Varón del Tango. La voz del Abasto. El Zorzal Criollo. El Mago. El cantor morocho. El Rey del Tango. El Mudo. El Troesma. La pinta. El galán-malevo.

Carlitos Gardel estaba, (y sigue estando) como escribió Raúl González Tuñon, “lejano y presente”: “Lo tuvo todo, duende, victoria y muerte trágica./ El don en la garganta y la gracia en la pinta./ El azar lo hizo suyo, lo eligió la aventura,/ lo atropelló la vida./ Con él crecía el tango, el amor, la garúa,/ el boliche, el otoño, los gorriones, la esquina”.

Hay una boca sonriente con un perfil de dientes impecables, una cabeza engominada, una guitarra, un bandoneón, mucho fileteado, mucha puerta que deja ver un patio con glicinas, una estampa acodada en una esquina, un farol, un zapato de alto tacón, un almacén. Un tiempo que maceraba pasiones, actitudes hostiles y peleas cuchillo en mano. Todo por el heroísmo, por el derecho del más fuerte, por galardones de guapo, por posesión de una mujer codiciada rara vez considerada algo más que un objeto.

Tanto que al principio, cuando el tango se bailaba entre hombres, las mujeres, las minas, las percantas miraban y esperaban que las eligiera el más rudo, el más cabrero, el más pintón, el más parecido al morocho, el mejor. No hay que olvidar que Gardel nació en 1890, año en que el drama “Juan Moreira” se estrenaba en Buenos Aires: otro mito, otro gaucho legendario cuya valentía alentaba el perfil de los guapos.

Pero el “tiempo Gardel” fue el de Yrigoyen y el fenómeno de las masas populares que ya anticipaban al peronismo, Evaristo Carriego y Boedo y Florida, el ideario socialista y la editorial Claridad, el diario Crítica de Natalio Botana, el teatro argentino de Laferrere y Florencio Sánchez, el turf y los radioteatros, Ágata Galifi y la mafia de Rosario, Jorge Newbery volando en un nuevo aparato, Mario Melfi llevando el tango a Paris, el hombre “que está solo y espera” en Corrientes y Esmeralda y las temporadas del Nacional.

Es decir, una babilonia con nuevos caminos para una expresión poética, musical y bailable que Gardel abrazaría “dentro del diapasón temperado del tango” junto al Negro Cele Flores, Roberto Cayol, Vacarezza y González Castillo anticipando a Homero Manzi y a Discepolín.

La retórica que rige el lenguaje del tango es más que una herramienta de comunicación, se mueve por debajo del mundo porteño, de su impertérrito centralismo que muchas veces se ha negado a comprenderse revuelto, amalgamado por la historia múltiple de este país -europeos, negros, indígenas, árabes y también “cabecitas negras”- como si desconociera parte de sus señas de identidad, una corriente interior de culturas vivas, territorios y latitudes por los que vagabundean muchos y abrevan otros tantos y que harán de la estética del tango un lugar de mestizaje, o como diría Carlos Fuentes, “el resultado de muchos ríos”.

Luego, el tango fue a Paris y volvió más “decente”. Entró a los salones y también al cine, a la literatura y al mito. Borges hizo del Sur, la esquina, la llovizna, la milonga y los compadritos, un canon literario. Y Tomas Eloy Martínez lo convirtió en sombra imaginando ese personaje de “El cantor de tangos” llamado Martel, que aparece y desaparece en los laberintos de Parque Chas.

Un homenaje a esa música que nació en los arrabales de una ciudad que crecía al compás de los muchos idiomas y dialectos del mundo, y también a Borges y al mito Gardel y su voz, su duende, “su misterioso embrujo de cantor morocho”.

¿Usted quiere verlo? Puede ir al cine, buscarlo en un afiche, un pin, una remera, un disco de pasta o hasta en un altar. Pero mejor, vaya a Caminito. Allí, en una esquina en ochava y balcón, está con Evita y Maradona. Nos saludan sin solemnidad, con la alegría de todos los días, con las cosas que les salieron bien y también las que salieron mal, colgados del vacío que deja la ausencia.

“La Muerte -dirá Ulises Petit de Murat- al fijarlo inamoviblemente en una imagen sonriente, feliz, entradora, clara, varonil, porteña, de una juventud arrasadora, sellaba un destino que explican sus fotografías -en los taxis de México, en los trabucos de Panamá, en los bares de Tucumán- o los afiches de sus películas siempre repetidas desde Santiago de Cuba a Tacuarembó: estaba en el pueblo y ahí se quedó”.

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