Tomar café. El arte de recuperar el tiempo perdido

Cambiar, sostener, acelerar o frenar, son acuerdos que se realizan con un café.

Tomar café. El arte de recuperar el tiempo perdido

Hay cierta sensación de que los cambios son una decisión –más o menos necesaria– para un rumbo distinto. Pero lo cierto es que estos cambios son procesos de maceración de sensaciones, que empiezan mucho antes y terminan bastante después. Cambiar, sostener, acelerar o frenar, son acuerdos que no se consultan con Dios o el terapeuta -si es que hubiera diferencias entre ellos- sino que se deciden, implementan, y habitan (ahora que está tan de moda este verbo) en un café.

El reposo y el paseo

«Paseo» de Carlos Surghi es un libro breve sobre la larga tradición de transcurrir distancias para perder el tiempo. O encontrarle.

La hipótesis del autor cordobés es simple: pasear es un tipo de reposo dinámico, una suerte de extravío sin más objetivos que lo anecdótico. Coherente con su temática, el recorrido del texto no se dirige a ningún lado y se enfoca en el pasar de página en página. Esa falta de pretensión le convierte en bibliografía imprescindible para entender qué es tomar café. Otro autor de referencia en la temática es Robert Walser, quien considera que se puede andar sin rumbo navegando la ciudad y “lanza un ancla” en la mesa del bar. Allí, el pensamiento se despliega como el oleaje.

Charles Baudelaire, por su parte, llamó flâneur a ese paseante urbano que observa sin ser observado, que camina sin destino pero con el propósito de dejarse atravesar por la ciudad. Y, si el flâneur necesita combustible para la observación contemplativa, nada mejor que los pocillos del Bar del Monserrat para absorber la  esencia del paseo peatonal.

Una oda al café que no se toma

Que el café favorece la sociabilidad, no es un secreto. Pero hay una falacia monumental que repetimos sin pensar porque «vamos a tomar un café», en realidad es un pedido para quedarnos. O sea que no vamos a ningún lado.

Por otro lado, la sustancia importará menos que la compañía o, paradigmáticamente, la falta de ella. Podríamos decir que nos vamos a tomar un café cuando en rigor pediremos una coca; también puede suceder que tomamos un café en soledad y el plural sobra; o que busquemos desesperadamente la compañía de todos esos desconocidos sentados cerca.

El Quijote es el bar que mejor ejemplifica esto: querés estar sólo pero empezás a rogar que aparezca Alberto Mateu para que te alegre la mañana con un libro recomendado desde el enorme corazón lector que llena su persona.

El tercer lugar

Ray Oldenburg llama a estos espacios «tercer lugar» porque son un punto cartográfico marcado con una mancha marrón oscura, entre la casa y el trabajo. Son espacios equidistantes para la construcción de memoria: si la casa es vivir, si el trabajo es producir, los cafés son para hacer memoria con todo eso.

Es más: que un amigo falte a un café acordado puede garantizar una reunión con uno mismo inesperada, profunda y hasta amarga. También puede pasar que nos metamos a tomar un café cuando en realidad salimos –de tu casa, del interior a la vereda, de un mal rato, de una relación–.
El bar del Windsor tiene una butaca exactamente ubicada entre un mal momento dejado atrás y el patrimonio de la ciudad. Funciona depositando el primer sorbito en tu boca.

Arquitectura del encuentro

Se puede considerar que la elección de dónde tomar un café responde más a la arquitectura que a la sustancia. Elegimos tomar un café por una ventana que promete vistas a una calle llena de plátanos. Por las sombrillas a rayas, o unas sombras que oculten ese café que en realidad es un whisky.

«Te invito a tomar un café y hablamos» es el código universal para sugerir que estás desesperado mientras que «tomamos un café y cerramos el negocio» es una invitación al territorio neutral frente a ese ataúd de aluminio donde descansa el peor invento de la humanidad llamadas servilletas enceradas. No sólo no secan los labios sino que por el contrario, esparcen el almíbar de la medialuna hasta la espalda.

Para desconectar, o conectar como el jamón y el queso en un carlitos, debemos ir a la renovada La Oriental, en el centro del mundo, la primera cuadra de la 9 de Julio.

Confesionarios sin absolución

Los bares son confesionarios donde no hay absolución pero sí comprensión. Donde el pecado se diluye en la espuma del cortado y la culpa se endulza con dos sobrecitos de azúcar identificada con un FM rojo. Son espacios democráticos donde el empresario y el desempleado comparten la misma barra, ante la expectante mirada del vendedor de medias. Ahh ¡qué necesidad recomendar al Sorocabana! Mudanza de por medio, su nueva sede tiene que cuidar a Salzano si no quieren que Jerónimo Luis de Cabrera se enoje.

La liturgia del tiempo perdido

Tomar café es, en esencia, declarar una tregua con la productividad. Es decirle al capitalismo voraz que le vamos a cobrar 20 minutos para recuperar la conversación sin agenda, el pensamiento sin resultados, y la ausencia del multitasking.

Por eso «vamos a tomar un café» es mirarnos y detener la producción sin fin en ese tercer lugar, aterrizar en ese purgatorio entre casa y el trabajo, entre el vértigo y la quietud.

El tiempo, liberado, fluirá dulcemente, como el andar del borracho, entre los apurados habitantes del café de la terminal de ómnibus.-

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