Tras los pasos de las beatas del centro

Por Jaqueline Vassallo

Tras los pasos de las beatas del centro

La esquina de Caseros y Obispo Trejo goza de una numerosa y heterogénea concurrencia, que varía según se trate de días laborables o fines de semana. Generalmente, al trajín cotidiano de las personas que pasan por un espacio emblemático del centro histórico de Córdoba, se suman turistas que recorren la Manzana Jesuítica, estudiantes y profesores de abogacía, funcionarios y trabajadores universitarios, cantantes callejeros ocasionales y vendedores de artesanías; muchos de los cuales se concentran en el lateral de la plazoleta de la Compañía.

La presencia imponente de la iglesia, del edificio del rectorado antiguo y el Colegio de Monserrat no deja lugar para imaginar que, en la espaciosa plazoleta ubicada frente al templo jesuítico, existió un beaterío durante tiempos coloniales, cuya edificación constaba de cuartos, cocina, patio y corral, que los jesuitas destinaron a albergar a las beatas que atendían a las mujeres que hacían ejercicios espirituales.

Y esto no es casual, ya que, si bien Córdoba tiene muy presente a las monjas de ayer y de hoy, sobre todo por la existencia de iglesias, conventos, colegios y museos, no siempre recuerda a las beatas, salvo casos excepcionales, como el de “Mama Antula”, quien promovió los ejercicios espirituales ignacianos, tras la expulsión de la orden en el siglo XVIII.

Como ha señalado la historiadora argentina Ana González Fasani, las mujeres que vivieron en tiempos coloniales y sentían una vocación religiosa tenían dos alternativas: podían ingresar en alguna orden femenina, o bien adoptar una vida espiritual intensa como beatas dedicadas a la oración y la caridad, por fuera de la institución conventual y del matrimonio.

Muchas eran mujeres solas, mayores, pobres y viudas, que se reunían en un beaterío bajo la guía de un director y dedicaban sus días a la oración, la contemplación, la ayuda a los enfermos y a las personas encerradas en las cárceles.

En épocas en que los roles asignados a las mujeres por la sociedad patriarcal eran restrictivos, las beatas encontraron en la deliberación íntima del “yo” una promoción individual. Ni esposa/madre, religiosa o prostituta, sino sujeta de su propia elección, como ha dicho la investigadora María Emma Mannarelli sobre las beatas peruanas.

Tras la expulsión de la Compañía, esta construcción fue ocupada por los soldados de Fernando Fabro, quien estuvo encargado de efectivizar la misma. Pero, posteriormente, fue utilizada durante dos años por María Antonia Paz y Figueroa junto a otras beatas que colaboraron con ella en la organización de los ejercicios ignacianos en Córdoba.

También había beatas muy cerca de allí, en el Colegio de las Niñas Educandas, que fundó el obispo San Alberto durante las últimas décadas del siglo XVIII. Hoy sus huellas podemos seguirlas en el Museo de San Alberto, situado en la calle Caseros, a pasos de la plazoleta. Allí, estas mujeres estuvieron a cargo de tareas asistenciales, como también de la educación de las niñas.

La Inquisición miró con cierto recelo a las beatas, y en ocasiones las identificó con la herejía de los alumbrados, una acusación que llegó a aplicarse de forma ambigua, a toda persona de “extrema espiritualidad”. Al apelativo de “alumbradas”, el Santo Oficio también les asignó el de “ilusas, endemoniadas y locas”, por el hecho mismo de ser mujeres. Y si bien la comisaría de la Inquisición de Córdoba, que trabajó bajo la dependencia del tribunal de Lima, no parece haber tramitado denuncias contra ellas, fue el espacio propicio para que una beata de dicho Colegio denunciara a su confesor.

Se trató de María Manuela del Rosario, quien, en octubre de 1790, involucró ante la inquisición al sacerdote Jerónimo de Aguirre y Tejeda, un prominente hombre de la iglesia local, quien la había solicitado sexualmente en reiteradas ocasiones.

María era una joven de 19 años, natural de Río Tercero, relató que Aguirre la llamó en varias ocasiones al confesionario y allí le preguntó si tenía “pensamientos de la carne”, porque él los tenía cada vez que la veía. También, en su trato cotidiano le decía “mi alma y que lindos ojos tienes”, incluso más de una vez la abrazó y besó en la mejilla. A esta denuncia sumamos la de otra beata del Colegio, María Josefa de Santa Teresa, también de 19 años, quien narró que el sacerdote la había requerido sexualmente en la sacristía del Colegio.

Finalmente, y tras acumular más delaciones tanto en Córdoba como en Salta, este hombre fue trasladado a Lima, y terminó condenado por la Inquisición. Sin dudas, este caso que hemos encontrado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, junto a la investigadora chilena Natalia Urra, nos deja muchas cuestiones por abordar y reflexionar, que exceden a esta nota. Hoy podemos seguir las huellas de todas estas mujeres en el Museo de San Alberto, como también en la plazoleta, aun cuando ya no esté presente el edificio del beaterío, porque fue demolido por los jesuitas en el siglo XIX, cuando retornaron a Córdoba.

Una vez más, decimos que todavía hay historias de mujeres por contar y espacios por visibilizar en las que ellas fueron protagonistas, abriendo caminos, resistiendo y buscando un destino junto a tantas otras, en una sociedad tradicional, jerárquica y patriarcal como era la de tiempos coloniales.

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