Pliegues y dobleces de la vida
Dentro del placard, un saco recién comprado abraza a otro que te regalaron hace más de veinte años. Una manga de la campera apta para el frío de la patagonia -a donde viajaste tantas veces- se introduce promiscuamente en el bolsillo de un suéter que trajiste de Perú, en tu primer viaje con amigos. Entonces eras un adolescente flaquísimo, muy pero muy enamorado de la vida. Esta prenda, como homenaje tardío, conserva el perfume a fasos negros y quiere, desde hace treinta veranos, ser usada una vez más. En el estante de arriba está el sombrero negro que lucías en 2001, cuando Madrid era tu domicilio.
Como si fuera mágico, al ponértelo viajás a épocas anteriores.
Sos un espía, un espectador con sombrero, por las arrugas de tu propia vida.
Confesión blasfema
Vas a visitar a ese niño que rompió la ventana de los ochenta con una pelota Pulpo bordó y blanca. Caminás con la seguridad de un sonámbulo por la calle Santa Fe y, en la quinta ventana de la Escuela Mariano Moreno, justo antes de hacer esquina con Santa Rosa, escuchás el aula donde cursaste segundo grado. Allí la seño Elvira, con paciencia y mucha ilusión, explica la democracia porque Raúl Ricardo Alfonsín acaba de ganar las elecciones.
Ese día, al atardecer, mamá prende el equipo de música y pone Yendo de la cama al living hasta que Charly canta Inconsciente colectivo. Con ese himno de fondo, imaginás una carrera con nuestro autito preferido, una Renault 5 Majorette. Me acerco sigilosamente para decirte que cuides la cadenita de la comunión porque unos días más tarde nuestra perrita, muy blasfemamente, la lucirá colgada y luego la perderá.
Umbral
Adelantás unos años de tu vida hasta una discusión horrible con tus padres. Te alcanzan a pedir perdón pero no los escuchás. Pegás un portazo una y otra vez. ¡Plam! ¡Plam! ¡Plam! y pasás el umbral de tu casa, de otra etapa de tu vida. Tus viejos se alejan irremediablemente y, mientras vos te vas, yo les hago zoom y veo que son más jóvenes que vos ahora.
Walkman, discman, y vinilo otra vez
Caminás hasta la adolescencia, a esa casa grande y alejada del centro. Allí llegabas y partías en colectivo. De hecho había que viajar una hora en el 126, un bólido azul y blanco que humea toda la Recta Martinoli, para saber que estabas en el secundario.
Un error de cálculos (que implicaba veinte minutos en la parada) se sostenía con un walkman sony recitando un compilado de heavy grabado en un cassette TDK.
Siempre con amigos, siempre en la vereda, el colegio tenía centralidad, pero esperabas el atardecer para que papá te preste la chata negra así visitabas a tu novia. La Chiva, bastante destartalada, ni siquiera pedía un carnet de conducir para funcionar y le bastaban unas pocas monedas para llenar su panza con GNC. Con la palanca al volante, te ofrecía tres marchas furiosas. Acelerabas, temerariamente cada noche, hasta sentirte acompañado.
Desde la ventanilla del acompañante (que no baja bien por un choque) te pedís ir más despacio porque nunca serás tan feliz, o tan poderoso. Pero vos prendés un cigarrillo y me ignorás.
Tarjetas
El turco Menem trae unas Nike para que estés cómodamente parado repartiendo tarjetas para el boliche. Este calzado permite mantenerte en pie aunque tomes dos tragos al hilo, aunque ella te deje en el estacionamiento, aunque te roben el estéreo. Salís de la década de los noventa con una mancha de sangre en una zapa y varias lágrimas en la otra.
En esos últimos años vas a regresar de tu primer trabajo con el discman al palo y el sueño cumplido de meter a Machu Picchu en el obturador de tu cámara Pentax k1000. Se revelan las fotos y, sentado en el asiento de atrás del último colectivo, observás una adolescencia llena de besos, discos y cambios de ánimo. Te quedás dormido.
Manual de supervivencia para el cambio de siglo
Suena una guitarra eléctrica distorsionada. La interrumpe un teléfono inalámbrico marca Panasonic. Es blanco amarillento y tiene una antena telescópica que se va a romper con el vibrar de los celulares Motorola. Los videoclubes se eclipsarán bajo los rayos catódicos de MTV. El Siglo XXI abre los ojos amenazado por una gran catástrofe: las computadoras no saben contar hasta 2000 y el Y2K acabará con nosotros.
En un patio de Barrio San Vicente escuchás el quejido de las cacerolas sonando y te decís, una vez más, que no hay apuro: tus hijos te esperan en el futuro. No escuchás bien porque la señal es mala.
Después preparás dos cocktails en tu departamento de soltero y, mientras tu otro yo se revuelca en el sillón, revisás los compacts que empapelan las paredes. Cientos de bandas y miles de discos están ordenados alfabéticamente hacia la desaparición. En cuclillas miramos como la conexión a internet bombea canciones hacia tus reservas musicales de Kazaa, Napster o Soulseek. No importa porque los vinilos van a volver.
Ticket al pretérito perfecto
Esquivo al boletero y al acomodador, que siguen congelados en la puerta de la sala, y paso -como un fantasma- a ver cómo Hermeto Pascoal sigue tocando en la Sala de las Américas. Mi papá se abriga con un sobretodo (que ahora está en el placard), sentado entre mi hermano y yo. Tiene los ojos cerrados para escuchar mejor. Trato de decirnos “no suelten este momento, tomen otra cerveza a la salida, no se apuren”. Pero no me escuchan.
