Una espada entre la cordillera y el mar

Por Silvia N. Barei

Una espada entre la cordillera y el mar

Hay un largo camino que atraviesa un desierto y por el que va un camión pintado de verde oscuro y en su cajuela, un preso custodiado por varios soldados que lo vigilan entre indiferentes y aburridos del largo viaje. A lo lejos se divisa un caserío. A la derecha, el mar. Gris como un cuadro de Turner. Y embravecido.

El preso, esposado y con gesto resignado, es Ramiro Orellana. Un profesor que ha pasado de ser un “delegado” gremial a ser un “relegado” en el sur de su país, en un sitio amenazado por un posible maremoto. Un sitio al que llaman La Frontera.

Este el título de la película del director chileno Ricardo Larraín.

La vida del desterrado se cruza con la de un viejo exiliado de la Guerra Civil Española que espera ilusoriamente, tarde a tarde, la llegada del barco que lo devolverá a su patria. Una sombra más entre todos los que caminan en el frío y el viento soñando alguna clase de regreso.

En otra película -dirigida por Román Polanski- hay un hombre que llega también, entre las sombras, a una casa al borde de un mar gris como un cuadro de Turner. Y embravecido. Este extraño acecha al dueño de casa por varios días hasta que encuentra una ocasión para ayudarlo y hacerse su amigo. En medio del desierto, encontrar un amigo no es algo para despreciar, y lo invita a su casa. En una escena memorable, la mujer, Paulina, escucha tras la puerta del dormitorio y reconoce la voz del extraño como la de su torturador en épocas de dictadura. Confía en su oído, porque en las sesiones de tortura ella tenía los ojos vendados, pero su memoria recuerda “La muerte y la doncella”, de Franz Schubert, y asocia con la voz el hombre que tarareaba mientras atormentaba el cuerpo de la prisionera.

Este año Chile conmemora los 50 años del golpe que derrocó al gobierno popular de Salvador Allende. Por ese entonces suponíamos que el mundo podía cambiar y, al mismo tiempo, temblábamos para que no fuera un espejismo. Como la vida del exiliado español. Como la de Paulina creyéndose a salvo en la casa frente al mar.

Mi amigo, el poeta Sergio Infante Reñasco, me cuenta: “Allende y la Unidad Popular, tres años colmados de esperanzas. Los veinteañeros de entonces nos sentíamos a punto de tocar el cielo. No es que no fuéramos conscientes de las dificultades y de las asonadas golpistas, es que estábamos convencidos de que las superaríamos. No ocurrió así, vino la derrota y la Dictadura. A pesar de aquello, es evidente el triunfo ético de Allende, su estatura creciendo día a día. Y como música de fondo hoy se escucha El Pueblo Unido Jamás Será Vencido, en distintas lenguas, en diversas luchas del mundo actual”.

El viernes 18 de abril de 1975 Pinochet vino a la Argentina y se reunió, en la base aérea de Morón, con la presidenta María Estela Martínez de Perón, Isabelita.

Contaron luego los pocos testigos del encuentro que el dictador le dijo: “Señora, para gobernar hay que ser duro: palo, palo y palo”.

En Argentina, ya la Triple A estaba en la calle, y en América Latina se ponía en práctica el Plan Cóndor, cuya excusa fue el “desorden” y las dificultades de los gobiernos democráticos. Los resultados, sabemos, devinieron una catástrofe histórica. No se habían equivocado los Quilapayun, Víctor Jara o la misma Joan Báez al cantar a los gritos y ante un público siempre trémulo “Cuando canta el gallo negro/ es que ya se acaba el día…”

Mataron a Víctor Jara y a Jorge Peña; apresuraron la muerte de Neruda; partieron al exilio -donde ya habían quedado los Quila- Violeta y Ángel Parra; Isabel Allende; Ariel Dorfman; Jorge Edwards; Omar Lara; Miguel Littín; Patricio Manns; Sergio Poblete; Adrián Santini y tantos otros miles, entre los que estaba mi amigo Sergio Infante.

La afinada retórica borgeana define a Chile como una “larga geografía entre la cordillera y el mar, en forma de espada”.

La memoria también puede tener la forma de una espada. Puede apelar a través de los muchos lenguajes de la cultura, a una subjetividad punzante, que debería permitir pensar la envergadura de lo sucedido.

La memoria, no como un manual de autoayuda para esquivar los sablazos, sino como una imperiosa necesidad de discusión sensitiva y crítica sobre lo que no pudo ser tal como se quiso o se soñó, o sobre lo que se hizo añicos.

Una memoria que hoy puede plantarse frente al exceso de información y el parloteo de lo audiovisual, y, sobre todo, frente a las formas discursivas de la negación o la violencia, la tensión entre las interpretaciones del pasado, los desiertos del pensar y los paisajes en ruinas del sentido.

Chile tiene ahora un presidente que aún no había nacido cuando sucedió la dictadura. El recambio generacional que surge con Apruebo Dignidad le hace decir: “Estamos decididos a jugárnosla para construir un país más justo, más digno, más seguro”.

Cuando Gabriel Boric asume, en marzo de 2022, el mundo venía de muchas guerras y estaba en guerra de nuevo. En ese momento Ariel Dorfman (el autor de “La muerte y la doncella”) señaló: “En un presente en que estamos siendo bombardeados por una cascada de noticias desesperantes, un modelo fundacional que ofrezca esperanza en la democracia y la participación puede inspirar al mundo y especialmente a los jóvenes”.

En la primera película a la que me referí, el profesor se enamora de Maira, la hija del refugiado español, y el final queda abierto. En la segunda, Paulina consigue convencer a su incrédulo marido acerca de la identidad del extraño, y parece avenirse a una tregua (¿acaso posible?) con su torturador.

En algún punto de sus mutuos recorridos, los dos filmes entran en diálogo. O, más bien, en la complicidad y la complejidad de la interpretación de un tiempo difícil, en ese algo desesperado por la presencia de acontecimientos -el suicidio de Allende, el golpe de Estado, la dictadura, las muertes, los exilios e insilios- que tienen relevancia propia y que, por su magnitud, abren a la naturaleza de una época.

Flotando en un espacio demasiado vasto, el arte pide a la gente que se dé cuenta del terror pasado, que se persuada de que la esperanza es posible y que escuche a la cantante feminista Princesa Alba decir a viva voz: “¡Oye, Chile! ¡Convéncete!”.

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