La relación entre la Asociación del Fútbol Argentino, los clubes y los hinchas parece haber llegado a un punto de inflexión. El título otorgado a Rosario Central de un día para el otro —en una competencia que nadie sabía que estaba en juego— expuso de manera brutal un modo de conducción que ya no sorprende, pero que esta vez generó un rechazo transversal. El comunicado de Estudiantes de La Plata, desligándose por completo de la decisión y aclarando que no hubo votación alguna, abrió una grieta incómoda: el reconocimiento fue porque Claudio Tapia así lo decidió. Sin debate, sin consenso y sin procedimientos claros.
A partir de ahí, todo escaló con velocidad. Las amenazas públicas de Pablo Toviggino contra Estudiantes —y la pregunta inevitable sobre por qué un dirigente tiene tanto poder para condicionar, amedrentar o disciplinar desde sus redes— encendieron aún más el desconcierto. La posterior obligación de realizar un pasillo en la final y la reacción de los jugadores del Pincha, haciéndolo de espaldas en señal de repudio, funcionaron como un gesto que excedió al club. Fue la expresión simbólica de miles de hinchas que ya no se sienten representados por ninguna estructura dirigencial, ni en la AFA ni en muchos de sus propios clubes.
Porque ahí aparece otra pregunta que incomoda: ¿los socios realmente tienen voz en sus instituciones, o solo se enteran de las decisiones cuando ya están cocinadas? La oleada de indignación en redes —donde los hinchas volcaron una bronca que no encontraron canalizada en los comunicados oficiales— evidencia un divorcio que viene creciendo desde hace años y que hoy explota por la acumulación de arbitrajes dudosos, reglamentos improvisados y resoluciones tomadas a puertas cerradas en Puerto Madero.
A la polémica del pasillo se le sumó un capítulo que directamente roza lo inaceptable, un episodio que en cualquier organización seria exigiría explicaciones inmediatas: el ya bautizado “PDF Gate”. El documento con el que la AFA buscó justificar una sanción a Estudiantes —el Boletín N° 6625, que oficialmente decían haber publicado el 12 de febrero de 2025— mostraba en su metadata algo imposible de ocultar: había sido creado el 23 de noviembre a las 19:21, exactamente mientras se jugaba el partido entre el Pincha y Rosario Central por los octavos de final del Torneo Clausura. Que un boletín “viejo”, de febrero, aparezca mágicamente redactado en pleno encuentro es, como mínimo, una burla a la inteligencia de todos los que siguen el fútbol argentino.
Para colmo, el archivo estaba hecho con una versión de Adobe lanzada meses después de la fecha original, y contenía un detalle minucioso del protocolo del pasillo que jamás había sido comunicado antes: los jugadores debían permanecer quietos, mirando a los homenajeados, sin gestos ni movimientos. Un reglamento escrito a medida y a último momento. Cuando el error comenzó a circular en redes, la reacción no fue aclarar, sino maquillar el documento: lo resubieron con la metadata adulterada para que pareciera confeccionado en febrero. Pero el servidor dejó en evidencia la maniobra: la segunda versión se publicó el lunes 24 de noviembre a las 20:09.
Todo en cuestión de horas, todo con la naturalidad de quien siente que no debe rendirle cuentas a nadie. Y ese es, quizás, el punto más irritante: la certeza de que en la AFA las reglas pueden escribirse, reescribirse y reacomodarse a gusto, sin transparencia, sin controles y sin el menor respeto por quienes sostienen este deporte desde las tribunas, desde los clubes y desde la pasión cotidiana.
Nada de lo que está ocurriendo es un accidente ni una torpeza aislada: es el resultado de un modelo de poder consolidado por Claudio Tapia y Pablo Toviggino, un tándem que opera como si la AFA fuera territorio propio y no una institución pública del fútbol argentino.
Porque Tapia y Toviggino actúan como si fueran impunes, como si cualquier cuestionamiento —por mínimo que sea— mereciera una respuesta disciplinatoria. No hace falta ir muy lejos para comprobarlo. Cuando Andrés Fassi, presidente de Talleres, se animó a cuestionar públicamente a Tapia, la reacción fue inmediata: una seguidilla de tuits, advertencias y mensajes velados desde la cuenta de Toviggino, exhibiendo un poder que no debería tener nadie que administre un deporte colectivo. Lo mismo está pasando ahora con Estudiantes, que se convirtió en blanco de amenazas apenas expresó su desacuerdo con la entrega del título a Rosario Central y con la manera en que se manejó el pasillo.
Y no termina ahí. Toviggino también les marca la cancha a clubes que, paradójicamente, se encuentran alineados con la actual conducción, como Belgrano o Banfield. La lógica es siempre la misma: disciplinar, amedrentar, dejar claro quién manda. Como si la AFA fuera un feudo, no una asociación civil que debería funcionar con transparencia y controles institucionales.
La pregunta entonces se vuelve inevitable, casi urgente: si incluso los clubes que apoyan a la conducción reciben amenazas cuando se salen un milímetro del libreto, ¿por qué la siguen apoyando? ¿Qué mecanismos, favores, acuerdos o temores sostienen este entramado donde nadie se anima a marcar una posición distinta? ¿Cómo se construyó una estructura así, donde Tapia y Toviggino ocupan un lugar casi imperial, sin oposición real, sin debate interno y sin contrapesos?
Ese es el nudo de la discusión. Porque, en definitiva, todo esto —los fallos incoherentes, los reglamentos que cambian, los PDFs corregidos a escondidas, las sanciones improvisadas— no solo daña a los clubes y a los hinchas. Daña a la propia institucionalidad del fútbol argentino, que queda rehén de un dúo que se comporta como si nada pudiera tocarlos.
El falso debate y la democracia que no existe
En medio del escándalo, Tapia y Toviggino intentan correr la discusión hacia un terreno donde se sienten cómodos: el de las consignas vacías. Hoy repiten, casi de memoria, que el futuro del fútbol argentino está en juego entre “asociaciones civiles” y “sociedades anónimas deportivas”. Instalan una guerra cultural que no existe para evitar hablar del tema que sí importa: la absoluta falta de democracia interna, la captura de poder y la subordinación sistemática de los clubes a una conducción que opera sin controles.
El problema no es —ni nunca fue— la figura jurídica. Es la estructura.
Porque incluso clubes alineados al poder, como Barracas Central o Deportivo Riestra, funcionan en los hechos como verdaderas SAD encubiertas: sin rendición de cuentas, sin bases societarias fuertes, sin producción genuina de juveniles ni ingresos transparentes que expliquen sus logros deportivos y sus expansiones edilicias. Lo jurídico es apenas una fachada; el poder real circula por otros canales, mucho más opacos.
En el medio quedan los socios: el corazón simbólico del fútbol argentino. Pero ¿qué rol tienen realmente? ¿Qué capacidad efectiva de decisión conservan cuando los clubes dependen —económica, deportiva y políticamente— de una estructura que puede premiarlos o castigarlos según convenga? Los socios votan autoridades, sí. Pero esas autoridades, para sobrevivir, necesitan alinearse con la AFA, aceptar reglas que no eligieron y obedecer silenciosamente para no ser el próximo objetivo de los mensajes intimidatorios de Toviggino, que actúa como si Twitter fuera un despacho oficial.
El resultado es un ecosistema donde la democracia existe hacia adentro de cada club, pero se anula al llegar al nivel superior. Una especie de pirámide invertida donde cientos de miles de socios sostienen instituciones históricas, pero apenas un puñado de dirigentes define el rumbo de todos.
Ahí reside la trampa. Ahí está el corazón del problema.
El tema no es la figura legal. El tema es la democracia. O, mejor dicho, su ausencia.
El contraste con la Selección
En medio de este caos permanente, aparece la Selección Argentina. El único espacio del fútbol argentino donde todavía hay orden, coherencia y un proyecto real. La Scaloneta no solo ganó títulos: construyó identidad, sentido de pertenencia y una relación genuina con la gente que no necesita discurso ni propaganda. Es, irónicamente, el único lugar donde la AFA no mete mano. O, mejor dicho, donde aprendió a no meterse porque sabe que cualquier intervención torpe puede volarle por el aire el único activo político que realmente le queda.
Y ahí aparece la paradoja más incómoda del fútbol argentino: la Scaloneta es la mejor cortina de humo que la AFA pudo pedir.
Mientras la Selección gana, emociona y llena estadios en cualquier rincón del mundo, Tapia y Toviggino blindan su poder detrás de ese éxito deportivo que no les pertenece. Porque no lo construyeron, no lo diseñaron ellos y, si fuese por su estilo de conducción, jamás podría haber nacido. Pero lo usufructúan igual. Lo usan para tapar arbitrajes sospechosos, boletines truchos, reglamentos escritos sobre la marcha y amenazas por redes como si fueran órdenes ministeriales. Cada foto con Messi, cada gira, cada triunfo, se convierten en una especie de certificado de legitimidad que los salva del escándalo de la semana.
El mate sagrado. Tridente con historia 🧉🇦🇷 pic.twitter.com/jmkbeYw67j
— Chiqui Tapia (@tapiachiqui) September 4, 2025
La Selección es lo que debería ser el fútbol argentino. El contraste es tan brutal que ya no alcanza con esconderlo detrás de un festejo ni de un posteo desde el predio. La AFA gobierna un fútbol en crisis permanente que solo se sostiene por la magia de un equipo que escapa a su lógica.
