Habían pasado más de siete años desde aquel show trunco en Tucumán. Siete años de silencio para volver a ver a Pity Álvarez sobre un escenario. Tenerlo enfrente fue como atestiguar la aparición de una criatura mitológica, un monumento vivo —y algo erosionado— del Rock & Roll nacional. “Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza, quiere decir que todos somos dioses. ¿Y quién me va a venir a juzgar a mí? ¿Un dios a mí, que soy otro dios?”, proclamó en medio del delirio el exlíder de Viejas Locas e Intoxicados.
No es sencillo volver al ruedo después de tanto tiempo y con tanta carga sobre sus hombros: su concierto en el Estadio de Vélez previsto para este año fue cancelado por las autoridades; mientras que el juicio por el homicidio de Cristian Díaz está en suspenso. En ese marco, el anuncio de su show en Córdoba sorprendió a más de uno.
A las 21, la hora pactada, el telón se abrió, pero no para mostrar al músico, sino para jugar con la ansiedad ajena. Las pantallas se encendieron con un mensaje que parecía una ironía de su propia historia: “Pity arranca puntual 21:20”, acompañado de una cuenta regresiva. En ese instante, la incertidumbre crónica de sus shows pasados mutó en pura adrenalina. Abajo, más de 36.000 almas —según indicaron desde la producción— esperaban la resurrección del “Rey” sin corona.
Ritual rolinga
Cuando el reloj marcó el cero, las luces lo buscaron. Pity hizo un ingreso triunfal, una mezcla de genialidad y provocación rancia. A su lado caminaba una mujer semidesnuda, atada, en una perfo sadomasoquista que coqueteaba peligrosamente con lo “cancelable” en los tiempos que corren. Al llegar al centro del escenario, la mujer, su “perra”, le sirvió un vaso y le prendió un cigarrillo. Álvarez agarró su guitarra y comenzó a tocar “El Rey”. Automáticamente la ironía de su entrada se esfumó con el clima de esperanza que provoca la canción del disco “Buen día”, de Intoxicados.
Acto seguido, el “Doctor Álvarez” cambió de guitarra y recetó la primera dosis de euforia con “Intoxicado”. La marea humana respondió con un pogo de alegría incesante, casi catártica. El Rey había vuelto, sí, pero la verdadera noticia era otra: había vuelto lúcido, entero, en un estado físico y musical que tapó bocas.
La locura rolinga continuó con otro éxito de Viejas Locas: “Nena, me gustas así”. Pity cambió las vibras con “Mi inteligencia intrapersonal”. Y así como dice la canción: “Y todos los consejos que me dan / Me ayudan, pero solo no puedo”. Cristian no estaba solo. Una multitud de todos lados, jóvenes, algunos de 20, otros de 25 y muchos que lo siguen desde su primera etapa en Viejas Locas, lo abrazaron en un coro al unísono. Luego de eso, el artista aprovechó para saludar: “Gracias por venir y por lograr la producción magnífica de este show”.
El golpe directo al corazón llegó con el homenaje obrero de “Homero”. “Un tema que le hice a mi papá. Tuve la suerte de que lo haya escuchado antes de morir”, confesó un Pity visiblemente emocionado. El artista tocó una fibra sensible y se convirtió en uno de los más cantados por el público.
La lista de temas funcionó como un péndulo perfecto, oscilando entre la onda stone barrial de Viejas Locas y la complejidad existencial de Intoxicados. Desfilaron himnos como “Me gustas mucho”, “Se fue al cielo” y “Las cosas que no se tocan”. Una elección alucinante para marcar un regreso a la altura del mito.
Antes del intervalo artístico —previamente anunciado—,el Rey sin corona lanzó: “Veo muchos que salieron a tocar con campera de cuero. Se hacen los rockeros, bonitos, educaditos. El rock no es una campera de cuero, ni un pibe drogado cogiéndose a tres putas a la vez. ¿Quieren saber lo que es el rock de una vez por todas?”. La ovación empujó la definición final, simple y demoledora: “El rock son tres tonos a una distancia. Nada más”. Al que le quepa el sayo, que se lo ponga.
Mucho más que Rock & Roll
Tras el descanso, Pity volvió con una nueva vestimenta: remera rojo furioso y a seguir. Y el ritmo no paró ni un segundo. El artista que se llevó toda la luz del Kempes le regaló al público una gran versión de “Una vela”. Como si fuera poco, lo acompañó Felipe Barrozo, su guitarrista en tiempos de Intoxicados. Un gesto de lealtad y buena onda. El pogo se encendió y comenzó nuevamente el agite.
Cada canción merecería su propio párrafo. La crueldad periodística obliga a sintetizar una experiencia que, en los rostros de la gente, fue inabarcable. Es tarea difícil resumir en algunas líneas la vuelta de Pity, del mito, del rock. De aquel pibe que andaba por Villa Lugano con un sueño: tocar y hacer feliz a la gente. Y este sábado, cumplió. Aunque su mente lo castigue, aunque deba responder ante la justicia y aunque se sienta en deuda con el público: “Lamento no haber sido lo mejor para ustedes”, cantó. Pero la gente no le reprochó nada; tampoco tenía con qué. El repertorio, el sonido, su sola presencia bastaron. Es solo Rock & Roll, pero nos gusta.
El debut de esta formación solista fue una aplanadora. Encolumnados detrás de Cristian estuvieron: Matías Mango (teclados), Gabriel Prajsnar (bajo), Juan Colonna (batería), Hernán Salas (guitarra) y Bárbara Corvalán (coros), junto a Peri Rodríguez (armónica histórica de Viejas Locas) y el trompetista Miguel Talarita, que integra los Fundamentalistas del Aire Acondicionado.
La tormenta amagó y así lo hizo él también. Después de completar una saga imperdible con “Fuego”, “Nunca quise” y “Lo artesanal”, el artista presentó a la banda y se retiró del escenario. Cinco minutos más tarde regresó para cerrar la lista, porque claro, la gente quería rock. Tocó “Perra”, “Quieren Rock” y “Una piba como vos”. Fueron 33 temas y cerca de tres horas de música. La fiesta dejó una certeza contra todo pronóstico: Pity volvió y está impecable. Quizás nunca se fue. “No es el regreso de nadie, solamente fueron unas vacaciones”. Como sea, bienvenido maestro, lo estábamos esperando
El show del Pity continuó abajo del escenario
Por Candela Alberti
Antes de que sonara la primera nota, el show ya estaba pasando entre la gente. Familias enteras, amigos que no se veían hace años, jóvenes que crecieron con sus canciones y quienes apenas descubrían a Pity se abrazaban, cantaban y bailaban al unísono.
La fila para entrar era un preludio de lo que vendría: conversaciones sobre cuáles serían los primeros temas, recuerdos compartidos de viejos recitales, risas nerviosas, abrazos espontáneos. Algunos padres traían a sus hijos de 11 o 12 años, y se sorprendían de cómo esas canciones, que ellos mismos habían vivido en su adolescencia, ahora cobraban sentido en otra generación. “No hizo falta convencerlo, le gusta el rock y le gusta el Pity”, contaba una madre mientras su hijo asentía emocionado.
Cada tema funcionaba como un puente generacional. “Volver a casa”, “Está saliendo el sol”, “Reggae para los amigos”, “Una vela”: cada canción era coreada con devoción, y los gritos y aplausos no eran solo respuestas al artista, sino a la memoria colectiva que compartían. El pogo no era violento; era un cuerpo colectivo que se movía con libertad, mientras parejas y grupos de amigos giraban y bailaban de manera espontánea, recuperando gestos que parecían dormidos en la rutina. Muchos, solo en “Fuiste lo mejor”, sacaron el celular para intentar atrapar un momento que, al instante, comprendieron que no cabía en ninguna pantalla.
El público no era una masa: era una comunidad. Jóvenes de veinte y tantos, adultos de treinta y cuarenta, fanáticos de toda la vida y quienes llegaban por curiosidad, todos componían un coro gigantesco que sostenía la noche. Cada aplauso, cada grito, cada abrazo parecía un pequeño manifiesto: la música no solo se escuchaba, se vivía, se compartía, se sentía en el cuerpo. Había un acuerdo tácito: nadie estaba solo. La emoción colectiva, la adrenalina contenida durante años de silencio y espera, se liberaba como un ritual que nadie quería que terminara.
En ese espacio, Córdoba se convirtió en escenario tanto como el estadio. Las calles, las filas, los alrededores, todo formaba parte de un ecosistema de entusiasmo, memoria y alegría compartida. Los amigos que venían desde otros puntos del país no hablaban solo de un show: hablaban de volver a encontrarse, de revivir un vínculo que la música sostiene mejor que cualquier palabra. En cada canto, en cada gesto, el público escribió su propia crónica del regreso de Pity Álvarez. Allí abajo, más de 36.000 voces no solo celebraron a un artista: celebraron que la música sigue siendo un espacio de comunidad, memoria y libertad.
