Un ritual llamado Cosquín Rock

Camino a la vigésima sexta edición del festival más roquero del interior del país, empezamos una previa distinta: 50 días para escribir y pensar el Cosquín Rock. ¿Nos acompañás?

Cosquín Rock edición 2025. Foto Fátima Vanessa.

Cosquín Rock edición 2025. Foto Fátima Vanessa.

Hay rituales que no se explican del todo hasta que se repiten. El Cosquín Rock es uno de ellos. No porque sea siempre igual, sino justamente porque no lo es. Porque cambia, porque se corre, porque obliga a adaptarse. Y porque, aun así, vuelve todos los años a ocupar el mismo lugar en el calendario y en la experiencia de quienes lo transitan.

El conteo no arranca exacto (faltan exactamente 46 días, 16 horas, 1 minuto)… pasaron un par de días, pero la idea sigue siendo la misma: 50 días hablando del Cosquín Rock. No como una cuenta matemática, sino como un gesto. Como una forma de detenerse a mirar qué pasa alrededor de un festival que, más que una grilla, funciona como un ritual colectivo.

Fui varias veces. No sé cuántas exactamente: tal vez cinco, tal vez alguna más. No de manera consecutiva. A veces con amigas, a veces con amigos, alguna vez sola, otra con uno de mis hermanos. Cada edición fue distinta. Y en cada una aprendí algo nuevo: cómo moverse mejor, qué llevar, cuándo ir, cuándo quedarse, qué mañas aceptar y cuáles resistir. Porque eso también hacen los rituales colectivos: no se quedan quietos, nos acompañan mientras cambiamos y, al mismo tiempo, nos obligan a negociar con sus propias reglas.

Antes de escribir sobre el Cosquín Rock para un diario, lo hice desde la radio, en Aduana de Palabras, por el multimedio SRT. Con lluvia o con sol pleno, con cámara o sin cámara, la pulsión fue siempre la misma: narrar el folclore que se arma desde la previa hasta la vuelta en colectivo, cuando a las siete de la mañana hay que llegar a trabajar.

El Cosquín Rock también es eso: la batería del celular agotada, pero todavía tiempo para compartir un mate con alguna vecina de Santa María. Los artistas que no siempre elijo escuchar en la diaria y que, en vivo, me sorprenden. Los escenarios más chicos, donde la cercanía vuelve todo más intenso. La gente que trabaja en el montaje, en la logística, en la organización general. Los músicos emergentes que pisan por primera vez ese espacio. Los vecinos que cada febrero se reinventan y que vieron pasar generaciones enteras de rockeros por las inmediaciones.

Hay ediciones que se recuerdan por lo que pasó y otras por lo que no. Una de las que más lamento no haber vivido fue la de 2020, cuando tras la cancelación de Charly García me encapriché y no fui. Con el tiempo entendí que el Cosquín Rock es más grande que cualquier ausencia puntual. Que el ritual sigue, incluso cuando algo no sucede.

En un mundo cada vez más fragmentado, donde la música se escucha a solas y la cultura se consume a los saltos, los festivales siguen siendo un espacio de encuentro real. De cansancio compartido. De canciones que no sabíamos que necesitábamos cantar con otros.

Durante los próximos 50 días —aunque el conteo no sea perfecto— este espacio se propone pensar el Cosquín Rock desde ahí. No como una suma de shows, sino como una experiencia colectiva que habla del presente, de quienes hacen música, de quienes la escuchan y de la persistente necesidad de volver a encontrarnos alrededor de un escenario.

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