Seco pero feliz: mi mes sin alcohol

Enero seco es un reto que consiste en dejar de beber alcohol durante el primer mes del año. Sin querer me sumé al desafío y quise compartir mi experiencia.

Seco pero feliz: mi mes sin alcohol

Té helado de lavanda, rosa mosqueta y jugo de naranja.

Cada tanto, mi cuerpo y mi cabeza me piden un respiro. A mis 29 años, ese respiro se tradujo en dejar el alcohol. No fue una promesa de Año Nuevo ni un acto de valentía, meramente una elección por mi salud.

La decisión, en realidad, fue justo después de Navidad, así que el primer “desafío” llegó con el brindis del 31. Me encanta el sabor de la sidra, pero la versión sin alcohol no me pareció tan distinta. O, simplemente, mi paladar no es tan exigente.

Pasada esa primera prueba de fuego, me sentí ganadora. Podría seguir así por mucho tiempo más. Lo que no me imaginé fue lo que vendría después de esta prohibición autoimpuesta: darme cuenta de lo omnipresente que es el alcohol y la sorpresa que genera decir que no. Así y todo me sumé, sin saber, al desafío de Enero Seco.

¿Qué es “Enero seco” y de dónde viene?

No, no se trata de llegar con lo justo a fin de mes (aunque también podría aplicarse). «Enero seco» —o Dry January, como se lo conoce en inglés— nació en 2013 en el Reino Unido como una campaña de la organización Alcohol Change UK. La propuesta es simple: empezar el año sin tomar alcohol durante todo enero para promover hábitos más saludables y generar conciencia sobre el consumo.

Con el tiempo, la iniciativa se extendió a otros países y muchas personas la adoptaron como una oportunidad para revisar su relación con la bebida, ya sea por salud, bienestar o simple curiosidad. En mi caso, me enteré de la tendencia a mitad de mes, pero fue el puntapié para poner en palabras algunas reflexiones que venía teniendo.

¿Sin alcohol no hay paraíso?

Cuando tomás de manera social, aunque sea de vez en cuando, no te das cuenta de cuánto está presente el alcohol en la vida cotidiana. Pero cuando dejás de tomar, lo ves en todas partes. Está en la tele, en las publicidades, en la lista mensual del súper.

Y, sobre todo, está en las juntadas. No importa si es de día o de noche, si es un asado, un after office, una cena entre semana o el cumpleañitos de un sobrino. Habrá excepciones, claro, pero en este último mes vi desde otro ángulo el matrimonio implícito entre las relaciones sociales y el alcohol. La creencia de que todos tomamos y la extrañeza cuando alguien aclara que no.

Sucede algo similar cuando llegás a una reunión sin pareja y te preguntan por el novio, o cuando sacás un tupper con ensalada porque no comés carne. Lo que pasa con el alcohol es solo una de tantas expectativas sociales que nos rodean.

«Que no me sumen para el fernet, con una coquita estoy», dije alguna vez. Y entonces, la reacción de sorpresa. «¿Pero con qué acompañás unas pastas?», me preguntó alguien con genuina preocupación. «Un brindis con agüita no es lo mismo», lanzó otro. «Prefiero dejar las harinas que el alcohol», sentenció un amigo como si estuviéramos en una competencia de sacrificios.

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Me di cuenta de que el alcohol no es solo una bebida, es un código social. Es parte del ritual de encontrarse, de celebrar, de compartir. Y si no tomás, pareciera que te quedás un poco afuera.

Pero más allá de romper ese código, encontré una oportunidad para experimentar. Probar nuevas combinaciones de bebidas, disfrutar más los sabores reales de la comida. Dejar algo siempre implica la llegada de algo más, tal vez mejor. Me enamoré de mi té helado de lavanda, rosa mosqueta y jugo de naranja.

No voy a mentir, hubo momentos en los que me dieron ganas de tomar un amargo bien fresquito en una tarde de verano o al costado del río en mis vacaciones en Cabalango. Pero cuando el cuerpo no pasa la factura de la resaca, tu elección cobra otro valor.

Mate en El Socavón, Cabalango.

También fue interesante redescubrir otras maneras de compartir. Cambiar la birra por un mate, probar recetas de jugos o licuados en las meriendas con amigas. La juntada sigue siendo juntada, más allá de lo que haya en el vaso.

Y ahora, ¿qué sigue?

Enero terminó, pero mi decisión sigue. Me di cuenta de que no necesito el alcohol tanto como nos hacen creer. Pude disfrutar todos esos momentos en los que antes había un trago de por medio, de una forma distinta, pero igual de válida.

Al final, dejar el alcohol no es solo un desafío: es una lupa. Nos permite mirar con otros ojos y preguntarnos si realmente lo que hacemos es porque de verdad lo queremos o si solo es porque así nos enseñaron.

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