La paradoja de Putin

Por Kadri Liik

La paradoja de Putin

Es difícil comprender las repercusiones de la detención del líder de la oposición rusa, Alexei Navalny, sin responder antes a una pregunta fundamental: ¿Por qué lo envenenaron?

El régimen de Moscú parece cada vez más consciente de sus límites y su fragilidad. Durante años, altos cargos rusos han insistido en que Navalny no era una amenaza para el presidente Vladímir Putin ni para el sistema político. Y tenían razón: si bien Navalny es el opositor más conocido y admirado de Rusia, hasta ahora no constituía una amenaza existencial contra el régimen. Es más, por paradójico que fuera, era un elemento del sistema, del mismo modo que lo es la corrupción. Con su obsesión por este tema, Navalny ha sido un político monotemático, lo que le convertía en una dolorosa molestia para Putin, pero no (todavía) en alguien capaz de formular la visión de un sistema diferente, un paradigma totalmente distinto.

Si el Kremlin ha decidido de pronto que Navalny es una amenaza seria, probablemente no es por su fortaleza, aunque ha ido en aumento, sino por la debilidad del sistema, que está incrementándose rápidamente. Los síntomas de esa debilidad se ven en todas partes: los mediocres índices de aprobación del partido en el poder, el deseo de la gente de votar por cualquiera que no sea él, la inmensa desconfianza respecto a la gestión de la pandemia por parte del Gobierno y las protestas esporádicas que se prolongan durante meses. En estas circunstancias, la estrategia del voto inteligente de Navalny y sus denuncias sobre la corrupción pueden ser más peligrosas.

No está claro en qué va a desembocar el pulso entre el Kremlin y Navalny, aunque está produciéndose un agravamiento: la geografía de las protestas, la diversidad de los participantes, el número de detenciones y la brutalidad de la policía. Y la necesidad de Putin de justificar el famoso palacio junto al Mar Negro, cuya propiedad se le atribuye.

Pero el verdadero problema del Kremlin no es Navalny, sino su propia incapacidad de renovarse. Si Putin quiere sobrevivir tiene que actuar pronto. El Kremlin debe reforzar su economía, introducir nuevos rostros y un esfuerzo de rendición de cuentas en el sistema político. El cansancio —de todos, incluidas las élites— es palpable. Pero lo paradójico es que, aunque Putin seguramente comprende la necesidad de renovación, duda a la hora de emprenderla. Cuando más inestable es la situación, más fuerte es su instinto de aferrarse al statu quo y mantener el control personal. Quizá lo hemos visto en el último año, si es cierto que la pandemia del Covid-19 desbarató el plan de introducir unos cambios constitucionales que habrían permitido a Putin dejar poco a poco el poder.

El Kremlin ha perdido su habilidad para la brujería política”. Durante muchos años ha sorteado el problema de la legitimidad controlando el paisaje político. Sus propagandistas han creado y aniquilado partidos políticos y han cocinado y resuelto intrigas. Eso era la democracia gestionada”: mucho espectáculo sin sustancia. En 2011, esa estrategia sirvió para superar la que seguramente fue la crisis más grave que ha sufrido Putin: las protestas que estallaron cuando anunció su vuelta a la presidencia. El Kremlin perdió las simpatías de los intelectuales urbanos. Pero sus acusaciones de que eran agentes extranjeros le permitieron seguir contando con una mayoría conservadora, homófoba y propensa a desconfiar de Occidente.

El control de la política nacional ha pasado de los tecnólogos políticos” a los servicios de seguridad, que tienden a controlar mediante la represión y no elaborando intrigas complejas. Esta tendencia está en marcha desde hace un tiempo y no solo afecta a los asuntos internos sino también a la política exterior.

El Ministerio de Asuntos Exteriores, además de haber perdido la autoridad sobre ciertos asuntos de política internacional (Ucrania, Siria), parece haber quedado al margen de la coordinación general. La pésima situación actual de la relación entre Rusia y Alemania es un ejemplo. El cansancio del régimen ruso ha derivado en la fragmentación de su política; no trata ni siquiera de plantearse una visión de conjunto de las medidas que toma y sus repercusiones. Y las más perjudicadas suelen ser la política exterior y las instituciones que la elaboran con la ayuda de los instrumentos diplomáticos.

Occidente debe actuar, pero puede hacer poco. Moscú lleva años pidiendo a Occidente que no intervenga en los asuntos rusos pero, tras la estancia de Navalny en Alemania, ha hecho que a Occidente le sea imposible no hacer algo. Desde la elección de Biden, el Kremlin desconfía de la renovada retórica de Washington sobre el lamentable estado de la democracia rusa, pero la detención de Navalny en el aeropuerto ha servido de justificación para esas críticas. Si en Estados Unidos había discrepancias sobre qué estrategia adoptar respecto a Rusia —una relación fría y pragmática o un esfuerzo para promover la democracia—, Moscú ha ofrecido sólidos argumentos en favor de la segunda.

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