Volver sobre un conflicto que lleva activo más de siete décadas puede provocar rechazo. Pero aun así resulta obligado hacerlo, aunque solo sea para intentar evitar que, tras el episodio de violencia extrema vivido en estos últimos días, se asiente una imagen equivocada sobre lo sucedido y lo que pueda ocurrir a partir de ahora.
No hay tregua. Por mucho que El Cairo y Washington quieran aparecer ahora como los esforzados mediadores que han logrado poner fin a una espiral de violencia creciente, la cruda realidad es que, como en tantas ocasiones anteriores, se ha llegado a este punto solo en el momento en el que Israel ha cubierto los objetivos militares que se había propuesto al lanzar la operación Guardián de los Muros”. Ni un minuto antes. Y Washington, repitiendo una pauta tantas veces vista, se ha encargado de bloquear cualquier posible decisión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, otorgando así cobertura a su principal aliado en Oriente Próximo durante los días que Benjamín Netanyahu ha considerado necesarios para volver a cortarle las uñas al gato (Hamas). Y así hasta la próxima.
No ha terminado la violencia. Por desgracia, la realidad diaria en la zona es de permanente uso de la fuerza, mezclada con anexión, humillación y castigos colectivos. Lo único que cambia, en realidad, es que los medios de comunicación se hagan eco de ello o prefieran silenciarla. Y eso vale tanto para la potencia ocupante, en abierta violación del Derecho Internacional y del Derecho Internacional Humanitario, como para los grupos armados que se mueven principalmente en la Franja de Gaza.
No hay victoria. Solo por razones de marketing político unos y otros se afanan por aparecer como vencedores en un conflicto que ya acumula seis guerras y dos Intifadas, y para el que no se adivina final. Es cierto que, en el bando israelí, Netanyahu puede cantar victoria; pero no en el terreno militar, sino en el político. Su planificada apuesta violenta ha logrado arruinar el intento de Yair Lapid (líder del centrista Yesh Atid) y Naftali Bennett (líder del ultraderechista Yamina) para formar gobierno. De ese modo logra mantenerse como primer ministro en funciones, blindado ante una justicia que le pisa los talones, y aumenta la probabilidad de abocar al país a unas nuevas elecciones. Y algo similar puede sostener Hamas, ante la escandalosa pasividad de la Autoridad Palestina, al ver aumentar su atractivo electoral presentándose como el único defensor de los palestinos y de Al Aqsa.
No hay cambio de rumbo a la vista. Sería ilusorio suponer que ahora la ONU va a cobrar un protagonismo que nunca le han dejado tener en la búsqueda de una solución al conflicto. Lo mismo cabe decir de un Joe Biden que ha reaccionado sin matiz diferencial alguno con respecto a sus predecesores, ni parece dispuesto a corregir los errores de Trump, más allá de reiniciar sus aportaciones a una agónica Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) y de prometer fondos para la reconstrucción de Gaza. En esa misma línea de pasividad e impotencia se sitúa la Unión Europea, incapaz de dotarse de una voz única en la zona, a pesar de ser el principal socio comercial de Israel y el primer donante de ayuda a los palestinos. Y menos aún cabe esperar de unos regímenes árabes, que solo se acuerdan de los palestinos en sus discursos.
No cuentan las personas. Solo sirven, reducidas a números, para obtener la cifra final de muertos, heridos y desplazados forzosos en cada nueva ocasión; pero sin que de ahí se derive respuesta efectiva alguna para mejorar su bienestar y seguridad. A eso se ha sumado ahora la visibilización de la poderosa fractura interna que presenta Israel como resultado de una política de discriminación, lo que se traduce en una muy difícil convivencia entre palestinos y judíos en las llamadas ciudades mixtas.
No hay salida. A estas alturas la opción de los dos Estados ha quedado ya superada por una realidad que hace inviable la sostenibilidad de un hipotético Estado palestino (Gaza es invivible y Cisjordania, con Jerusalén Este un queso lleno de agujeros). La de un solo Estado, en el que convivan ambas comunidades, supondría el fin del sueño sionista de crear un hogar nacional para todos los judíos dispersos por el mundo, porque, en clave demográfica, los palestinos ya empiezan a superar en número a los judíos asentados entre el río Jordán y el Mediterráneo (y mucho más aún si Tel Aviv reconociera algún derecho de retorno a los refugiados). Por otro lado, completar de un solo golpe la limpieza étnica que Israel lleva años practicando, para lograr el dominio efectivo de toda la Palestina histórica, supondría un escándalo que obligaría a algún tipo de reacción internacional.