La relación entre los planos teológicos y políticos ha sido, desde siempre, conflictiva. En la tradición cristiana, la delimitación de ambos planos impregna los mismos orígenes: los redactores de los libros que terminarían siendo textos sagrados se sintieron en la obligación fijar esa delimitación con las palabras del Cristo: “Al César lo del César, a Dios lo de Dios”, contesta Jesús, según el evangelista Mateo (22, 15-21), cuando lo interrogan sobre la justicia o no de pagar impuestos al Estado romano. Y esa tensión supuró, como un forúnculo en la piel de la historia, cicatrizando a veces, pero reapareciendo, inflamado y purulento, en la esquina menos pensada.
En la práctica, la disquisición sobre la primacía de la cruz o de la espada se trasladó a la iglesia versus la nación. Durante un milenio la iglesia logró retener la precedencia: si el origen del poder era divino, entonces el pontífice, vicario de Cristo en la tierra, podía arrogarse la potestad de coronar a los emperadores. Esa estructura comienza a resquebrajarse en el siglo XVI, y 200 años después se quiebra en la Revolución francesa, cuando la iglesia es expulsada del cogobierno y se instaura el laicismo. La moneda del César y la de Dios deberían quedar en alcancías separadas, pero fue mucho optimismo.
La primera señal no vino de Occidente, porque entre la Revolución francesa y los atentados de Al Qaeda a Nueva York había acaecido la globalización; así que aquellos fenómenos, que habían sido exclusivos de Europa (y luego de sus ex colonias en América), ahora ya eran comunes al orbe. La moneda de Dios se reintrodujo con el Califato que el Estado Islámico (Daesh) intentó instaurar: una forma política que aglutine, por sobre las fronteras trazadas por las repúblicas laicas, a la “comunidad de creyentes” en Dios, y con el texto teológico (el Corán, y sus interpretaciones por clérigos) utilizado como código civil y penal.
Lejos de ser un fenómeno del radicalismo musulmán, la tensión entre Dios y el César ha florecido en la parte del globo habitado por mayorías demográficas herederas de la tradición judeo-cristiana. En esta columna ya hemos comentado las características del fundamentalismo de las iglesias protestantes norteamericanas, los “cristianos renacidos” (“New Born Christians”), con impacto en los sectores derechistas del Partido Republicano y de la falange moralista del “Tea Party”. Ambos sectores han confluido en la ruptura anti-sistema que constituye presidencia de Donald Trump.
América latina había quedado, en todo caso, en un margen discreto. Quizá había contribuido a preservarla su propia lejanía de los centros neurálgicos del poder (aquel “extremo excéntrico de Occidente”, como llamaba Octavio Paz a nuestra distancia austral). Argentina, Chile, Ecuador y hasta el gigante mexicano son ejemplos de que la democracia recuperada tras los períodos dictatoriales de los años ´70 ha conseguido mantener la alternancia, que es la única garantía del pluralismo. Regímenes de centro izquierda (Bachelet, Kirchner, Alan García, Lugo, Correa, etc.) han sido reemplazados, dentro de un marco de vigencia de libertades y garantías, por administraciones neoliberales (Macri, Piñera, Lenín Moreno, Kuczynski, etc.) Y aquellos partidos, hoy en la oposición, enfrentan escenarios de mediano plazo con posibilidades concretas de volver al poder. Una alternancia en las formas republicanas acorde con el ideal de la asamblea revolucionaria francesa y con el sueño de la declaración independentista y constitucional jeffersoniana. La moneda del César seguía en la región sola en su hucha. Hasta el 1 de enero de 2019.
Con el primer día de este año Jair Bolsonaro ha asumido la presidencia de Brasil, el gigante de América latina, y ha vuelto a confundir los planos teológicos y políticos. El ex militar, reivindicador de la dictadura brasileña y de sus métodos de tortura, comanda la primera experiencia de un gobierno de extrema derecha llegado por vía de las urnas. No anoto “democrático” porque, en rigor de verdad, su elección se dio en un contexto de golpe de estado judicial-mediático a la Presidenta legítima, proscripción del Partidos de los Trabajadores, y encarcelamiento discrecional del principal candidato, Lula da Silva, nadie puede sostener que en ese marco la elección de Bolsonaro haya sido limpia y clara.
Dios -ahora de la mano de las iglesias neopentecostales- vuelve nuevamente a la carga: para Bolsonaro Dios “está por encima de todos”, y habría tomado partido en una batalla que separa a la sociedad en dos mitades. Lo ha expresado claramente el nuevo Canciller de Bolsonaro, Ernesto Araújo: “Dios ha vuelto, una Nación con Dios es Dios a través de la Nación”. Por eso, Dios habría sido quién determinó el resultado de las elecciones y asiste –en forma directa- al Presidente. Bolsonaro ha advertido que para gobernar el mayor país de América latina y devolverle la prosperidad perdida, deberá desterrar a los “otros”. (Su primera medida de gobierno, el mismísimo 2 de enero, ha sido quitar todo derecho humano a los gays y lesbianas). Como en la Cristiandad medieval o en el Califato del Daesh, un sistema teocrático siempre termina definiéndose por la exclusión de los diferentes, los herejes.
La dosis de Dios que puede soportar un sistema republicano ha sido rebalsada en Brasil; el pluralismo sólo podrá preservarse si a esa homogeneidad a la que tiende se le contesta con el debate, el conflicto y la búsqueda de la alternancia.