En 1904, H. J. Mackinder publicó un artículo titulado “El pivote geográfico de la historia”, que marcó un antes y un después para el análisis de la geopolítica, en particular, y de las relaciones internacionales en general, al proponer que el surgimiento de un “Estado pivote” (heartland) garantiza un equilibrio de poder, ya que crea un sistema hegemónico mundial.
Con el paso del tiempo, el significado de “pivote” se amplió al considerar que, para un real balance de poder internacional, la distribución geográfica mundial lleva indudablemente a la creación de varios Estados pivotes, que son quienes logran el equilibrio global mediante su representación regional.
Dado que Mackinder era geógrafo, no es menor que por lo general los países pivotes debieran cumplir con ciertas características físicas. En el caso de América del Sur, mucha es la literatura que posicionó al territorio brasileño como el “heartland” regional, dado su extenso territorio, su posición geográfica, sus recursos naturales y la extensión de sus costas. Frente a ello, Brasil en sí mismo ha apoyado esta teoría, y ya en los años 30 del siglo pasado el geopolítico brasileño Mario Travassos afirmó que el destino de Brasil sería el de posicionarse como líder regional para lograr una mayor influencia a nivel mundial. Y así, Carlos de Meira Mattos expuso que, para que esta potencia sudamericana pueda realmente ser un pivote regional, debía fortalecer sus alianzas continentales y priorizar, en su política exterior, la paz continental.
Claramente ese objetivo se encuentra quebrantado, si se analizan los estallidos sociales en Chile, que piden la dimisión de Piñera y la reformulación de la constitución heredada del pinochetismo; el golpe de Estado contra Evo Morales y la instalación de un gobierno de facto en Bolivia; el distanciamiento del gobierno de Brasilia con el próximo presidente de Argentina; y el incierto futuro del color político de Uruguay, que puede tener a Daniel Martínez como futuro mandatario.
A este mar de incertidumbre con que se cierra 2019 en una América latina convulsionada, se le suma el preocupante giro en la política exterior de la potencia sudamericana encabezado por Jair Bolsonaro: el presidente brasileño ha dejado, claramente, de considerar a América del Sur cómo su zona natural, y ha vuelto a ligar los intereses nacionales y de la política exterior brasileña con los existentes en 1902, cuando Brasilia y el Palacio de Itamaratí –sede de la Cancillería- anteponían la relación con Estados Unidos por sobre las demás agendas internacionales.
Entre las últimas declaraciones de Bolsonaro, que ponen en riesgo su liderazgo regional, se encuentran las que posicionan al bloque del MERCOSUR como “un proceso de integración ideologizado”, y el reconocimiento al gobierno de facto de Jeanine Áñez en Bolivia. En este contexto, la falta del pivote regional en aras de favorecer a la paz continental ha permitido que dos actores internacionales recobren especial trascendencia: México, con Andrés Manuel López Obrador, y Argentina, con su presidente electo, Alberto Fernández.
Ambos países, si bien no en la misma medida, también comparten con Brasil características geopolíticas de gran trascendencia, dados sus extensos territorios, su posición geográfica, sus recursos naturales y la extensión de sus costas. En primer lugar, para América del Sur, México ha tomado un protagonismo clave frente a los acontecimientos de las últimas semanas: fue el primer mandatario en recibir al presidente electo de Argentina; es el país que ha dado asilo político (por intercesión de aquel) al renunciante Evo Morales, cuando su vida e integridad física estaban severamente comprometidas; y asumirá la presidencia pro tempore de la CELAC en 2020, con el objeto de fomentar el diálogo respetuoso de todos los países de la región atendiendo a la diversidad política, social, cultural y económica.
Por su parte, el nuevo presidente argentino, antes aún de su asunción formal ya ha dado muestras claras de la orientación que su política exterior tomará en la región y el mundo, al distanciarse de Estados Unidos; posicionarse como líder del Grupo de Puebla; y declarar que le daría asilo político a Evo y al ex vicepresidente constitucional boliviano Álvaro García Linera en Argentina después del 10 de diciembre.
Claramente, puede vislumbrarse que el giro de la política exterior de Brasil ha dado lugar a un vacío de protagonismo regional, que pretende ser ocupado por nuevos agentes. El tiempo, y muy en breve, dirá si realmente México o Argentina están en condiciones de asumirlo.