Al Fondo, a la derecha

Por Pedro D. Allende

Al Fondo, a la derecha

Los “hijos de” no son novedad, se trate de política, empresas o profesiones, cátedras universitarias, gremialismo u organizaciones sociales; sin embargo, suele ocurrir que, en fríos términos de desempeño, las nuevas versiones del apellido dejen sabor a poco, considerando variables como formación, inteligencia, vocación, contracción al trabajo, etc.

Suele tratarse de personas que han tenido, dados sus progenitores, inmejorables oportunidades para formarse. Aunque es probable que padres muy ocupados no hayan previsto a la educación de sus herederos como un capítulo relevante de su propia estrategia de crecimiento -incluso cuando luego intenten utilizarla-.

Recordamos el ejemplo del controvertido rey macedonio Filipo II: entre guerras militares y enfrentamientos personales hizo de su heredero una persona cultivada (nada menos que por Aristóteles): Alejandro, luego llamado “Magno”. O Felipe V de España, quien, entre enfermedades y diatribas apuntaló a su hijo Carlos, educado por los mejores y entrenado en Nápoles y Sicilia, antes de asumir el trono en Madrid, donde sería Carlos III “el político”. O dando otro salto histórico, el más cercano empeño de Joseph Kennedy, ambicioso empresario y diplomático, para construir una dinastía que con John alcanzó la Casa Blanca, y sus hermanos Robert y Edward en la primera línea política.

Pero hoy no sobran los dirigentes preocupados por la formación de sus herederos; aunque no rechacen que los lazos de sangre se entremezclen con el ejercicio del poder.

No arranca

Con 15 años en los primeros planos, padre y madre ex presidentes de la Nación, y espacio para practicar, se esperaba que Máximo Kirchner (45) hiciera la metamorfosis definitiva. Su rol como presidente del bloque oficialista en la cámara de Diputados no fue discutido. Hubo algunas resistencias para su encaramamiento como presidente del PJ bonaerense, pero la imposición fue determinante. De ahí a la Presidencia, decían algunos, quedaban pocos pasos por recorrer.

Aunque, fuera del compartimento oficialista, la primera decepción ciudadano-pedestre respecto a un dirigente como Kirchner (h) es no conocerle profesión, u oficio. Tampoco intereses académicos o culturales. No posee un discurso relevante. Es difícil confiar en quién no sabemos qué puede hacer bien, cuál es su genuina vocación, qué cuestiones lo conmueven, qué aporte puede sumar por propia iniciativa.

Como conductor de su grupo político, La Cámpora, no atrajo a figuras importantes. Es difícil imaginarse qué sería de muchos de sus militantes sin ese empleo estatal razonablemente pago.

Pasados los meses, expuesto como figura pública en situaciones de tensión, Máximo no evoluciona. Puesto a comandar situaciones delicadas, por caso la votación del presupuesto 2022, exhibió sus problemas existenciales: “tal vez quieran a alguien que dé la patita y haga el muertito y yo no voy a dar la patita ni voy a hacer el muertito ni que me domestiquen”. Confundir el adiestramiento canino con las responsabilidades institucionales quizá se relacione con la mezcla entre vida doméstica y pública en la que estuvo incurso desde siempre; pero no es justificable en un jefe de bloque mayoritario, urgido en redoblar esfuerzos para consensuar instrumentos constitucionales destinados a brindar estabilidad y previsión, aún frente a la execrable cerrazón opositora.

Fracasada la acumulación por presencia, Kirchner (h) apostó al protagonismo por ausencia. Su renuncia a la presidencia de la bancada oficialista, en un momento clave de la negociación con el Fondo Monetario Internacional hizo recordar al boicot que tentaron, tras la derrota en las PASO 2021, los funcionarios camporistas en el Ejecutivo (sin aviso al presidente Fernández). La sangre aquella vez no llegó al río, pero quebró relaciones para siempre. Acontecimientos posteriores, como esta última dimisión, laceraron aún más las heridas, mostrando a Máximo en su versión más empecinada.

La apertura del año legislativo era una oportunidad esperada. El ex jefe de bancada decidió faltar al trabajo y acompañar a su hijo a la escuela, en la lejana Río Gallegos. Nueva confusión de roles caseros y laborales.

Pocas semanas después, un acuerdo financiero y político requerido de validación legislativa, se presentó como instancia para valorar los argumentos de cada quién: representantes del pueblo, pero también de sí mismos. Kirchner, presente en el Congreso, pero sin sentarse en su banca, alentó la deserción o el voto en contra.

El Senado mostró una imagen parecida. El consenso tejido entre la Presidencia y los gobernadores oficialistas y opositores permitió la sanción de la ley que refrenda el acuerdo con el Fondo. Figuras protagonistas como Mariano Recalde, Juliana Di Tullio o Anabel Fernández Sagasti -contemporáneos de Máximo y señalados como herederos políticos de Cristina Fernández- e incondicionales como Oscar Parrilli, votaron en contra del convenio.

La foto de la historia no distinguirá a este grupo auto percibido progresista; más la derecha conservadora, en particular los dirigentes del PRO que, cuando gobernaron, contrajeron esta gravosa e irresponsable deuda con el Fondo sin apoyar su actual renegociación (mucho más activos en el paso de la ley por Diputados que en el trámite senatorial).

Se insistió en que tras la media sanción del acuerdo -donde volvió a ser importante Sergio Massa-, Alberto Fernández habría hecho saber a Máximo y Cristina que su responsabilidad como jefe de Estado estaba cumplida: lo demás sería a exclusivo cargo de quienes decidiesen frustrar la iniciativa, si ello se concretaba. No ocurrió.

Es que ni siquiera unos u otros le podían echar la culpa a los de siempre (entre ellos al cordobesismo) en ambas Cámaras: entendiendo el juego, el schiarettismo cambió su postura inicial (abstencionista), se sentó a aportar y actuó a conciencia.

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