Ataques despiadados contra el papa Francisco

Por Leonardo Boff

Ataques despiadados contra el papa Francisco

Desde el principio de su pontificado hace nueve años, el papa Francisco viene recibiendo furiosos ataques de cristianos tradicionalistas y supremacistas blancos, casi todos del Norte del mundo, de EEUU y de Europa. Hasta hicieron un complot, involucrando millones de dólares, para deponerlo, como si la iglesia fuese una empresa y el papa su CEO. Todo en vano. Él sigue su camino en el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas de los perseguidos.

Las razones de esta persecución son varias: razones geopolíticas, disputa de poder, otra visión de iglesia y el cuidado de la Casa Común.

Levanto mi voz en defensa del papa Francisco desde la periferia del mundo, del Gran Sur. Comparemos los números: en Europa vive sólo el 21,5% de los católicos, el 82% vive fuera de ella, el 48% en América. Somos, por lo tanto, amplia mayoría. Hasta mediados del siglo pasado la iglesia católica era del primer mundo. Ahora es una iglesia del tercero y del cuarto mundo, que, un día, tuvo origen en el primer mundo. Aquí surge una cuestión geopolítica. Los conservadores europeos alimentan un soberano desdén por el Sur, por América Latina.

La iglesia-gran-institución fue aliada de la colonización, cómplice del genocidio indígena y participante en la esclavitud. Aquí fue implantada una iglesia colonial, espejo de la iglesia europea. Pero a lo largo de más de 500 años, no obstante, la persistencia de la iglesia espejo, ha habido una eclesiogénesis, la génesis de otro modo de ser iglesia, una iglesia, ya no espejo sino fuente: se encarnó en la cultura local indígena-negra-mestiza y de inmigrantes de pueblos venidos de 60 países diferentes. De esta amalgama, se gestó su estilo de adorar a Dios y de celebrar, de organizar su pastoral social al lado de los oprimidos que luchan por su liberación. Proyectó una teología adecuada a su práctica liberadora y popular. Tiene sus profetas, confesores, teólogos y teólogas, santos y santas, y muchos mártires, entre ellos el arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero. Este tipo de iglesia está compuesta fundamentalmente de comunidades eclesiales de base, donde se vive la dimensión de comunión de iguales, todos hermanos y hermanas, con sus coordinadores laicos, hombres y mujeres, con sacerdotes insertados en medio del pueblo y obispos, nunca de espaldas al pueblo como autoridades eclesiásticas, sino como pastores a su lado, con “olor a ovejas”, con la misión de ser los “defensores et advocati pauperum” como se decía en la iglesia primitiva. Papas y autoridades doctrinarias del Vaticano intentaron cercenar y hasta condenar tal modo de ser-iglesia, no pocas veces con el argumento de que no son iglesia por el hecho de no ver en ellas el carácter jerárquico y el estilo romano. Esa amenaza perduró durante muchos años hasta que, por fin, irrumpió la figura del papa Francisco. Él vino del caldo de esta nueva cultura eclesial, bien expresada por la opción preferencial, no excluyente, por los pobres y por las distintas vertientes de la teología de la liberación que la acompaña. Él dio legitimidad a este modo de vivir la fe cristiana, especialmente en situaciones de gran opresión.

Pero lo que más está escandalizando a los cristianos tradicionalistas es su estilo de ejercer el ministerio de unidad de la iglesia. Ya no se presenta como el pontífice clásico, vestido con los símbolos paganos, tomados de los emperadores romanos, especialmente la famosa “mozzeta”, aquella capita llena de símbolos del poder absoluto del emperador y del papa. Francisco se libró rápidamente de ella y vistió una “mozzeta” blanca sencilla, como la del gran profeta de Brasil, dom Helder Cámara, y su cruz de hierro sin ninguna joya. Se negó a vivir en un palacio pontificio, lo cual habría hecho a san Francisco levantarse de la tumba para llevarlo a dónde él escogió: en una simple casa de huéspedes, Santa Marta. Allí entra en la fila para servirse y come junto con todos. Con humor podemos decir que así es más difícil envenenarlo. No calza Prada, sino sus zapatones viejos y gastados. En el anuario pontificio en el que se usa una página entera con los títulos honoríficos de los papas, él simplemente renunció a todos y escribió solamente: Franciscus, pontifex. En uno de sus primeros pronunciamientos dijo claramente que no iba a presidir la iglesia con el derecho canónico sino con el amor y la ternura. Un sinnúmero de veces ha repetido que quería una iglesia pobre y de pobres.

Todo el gran problema de la iglesia-gran-institución reside, desde los emperadores Constantino y Teodosio, en la asunción del poder político, transformado en poder sagrado (sacra potestas). Ese proceso llegó a su culminación con el papa Gregorio VII (1075) con su bula Dictatus Papae, que bien traducida es la “Dictadura del papa”. Como dice el gran eclesiólogo Jean-Yves Congar, con este papa se consolidó el cambio más decisivo de la iglesia que tantos problemas creó y del cual ya nunca se ha liberado: el ejercicio centralizado, autoritario y hasta despótico del poder. De todo eso se aleja el Francisco, lo que causa indignación a los conservadores y reaccionarios, claramente expresado en el libro de 45 autores de octubre de 2021: “De la paz de Benedicto a la guerra de Francisco” organizado por Peter A. Kwasniewski. Nosotros le daríamos la vuelta así: De la paz de los pedófilos de Benedicto (encubiertos por él) a la guerra a los pedófilos de Francisco (condenados por él). Es sabido que un tribunal de Múnich encontró indicios para incriminar al papa Benedicto XVI por su lenidad con curas pedófilos.

Existe un problema de geopolítica eclesiástica: los tradicionalistas rechazan a un papa que viene “del fin del mundo”, que trae al centro de poder del Vaticano otro estilo, más próximo a la gruta de Belén que a los palacios de los emperadores. Si Jesús se apareciese al papa en su paseo por los jardines del Vaticano, seguramente le diría: “Pedro, sobre estas piedras palaciegas jamás construiría mi iglesia”. Esta contradicción es vivida por el papa Francisco, pues renunció al estilo palaciego e imperial.

Hay, en efecto, un choque de geopolítica religiosa, entre el Centro, que perdió la hegemonía en número y en irradiación pero que conserva los hábitos de ejercicio autoritario del poder, y la Periferia, numéricamente mayoritaria de católicos, con iglesias nuevas, con nuevos estilos de vivencia de la fe y en permanente diálogo con el mundo, especialmente con los condenados de la Tierra, que tiene siempre una palabra que decir sobre las llagas que sangran en el cuerpo del Crucificado, presente en los empobrecidos y oprimidos.

Tal vez lo que más molesta a los cristianos anclados en el pasado es la visión de iglesia vivida por el papa. No una iglesia-castillo, cerrada en sí misma, en sus valores y doctrinas, sino una iglesia “hospital de campaña” siempre “en salida rumbo a las periferias existenciales”.

Tienen que ser enemigos de su propia humanidad quienes condenan inmisericordemente las actitudes tan humanitarias del papa Francisco, en nombre de un cristianismo estéril, convertido en un fósil del pasado, en un recipiente de aguas muertas. Los ataques feroces que le hacen pueden ser todo menos cristianos y evangélicos. El papa Francisco lo soporta imbuido de la humildad de san Francisco de Asís y de los valores del Jesús histórico. Por eso él bien merece el título de “justo entre las naciones”.

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