EEUU y China tienen un problema compartido entre ellos, y con el resto del mundo, sólo que de forma más agravada: el de la creciente desigualdad en el seno de sus sociedades pese al crecimiento de sus economías en los últimos 20 años. Luchar contra ella, y potenciar el bienestar de las clases medias, son prioridades tanto para Joe Biden como para Xi Jinping. Saben que en ello se juegan sus futuros políticos, el uno en una democracia donde cuentan los votos, el otro en una autocracia donde cuenta la opinión pública, aunque no sea publicada. El uno dice defender las clases medias, el otro aboga por una “prosperidad común”. Pero las consecuencias de sus políticas los enfrentan, aunque ambos pretenden quitarles poder y ponerles más impuestos a las grandes tecnológicas, en lo que se ha convertido en una cuestión cada vez más política en ambos países.
Para Biden, la lucha contra la desigualdad pasa, entre otros elementos, por el “Buy American”, con tintes del “America First” de Trump, y el “reshoring”, para el regreso de trabajos que se habían ido, con el consiguiente proteccionismo abierto o encubierto. La Administración Biden aboga por un proteccionismo comercial e inversor; es parte de su política exterior para la clase media, aunque una cuestión básica que viene de lejos es si son compatibles los crecimientos de ambas clases medias, la china y la estadounidense.
De las grandes economías, después de la India, EEUU y China son dos de los países con mayor desigualdad social. La medida más habitual es el índice de Gini (en el que el valor 0 equivale a una igualdad total, y el 1 a una desigualdad absoluta): EEUU está en torno a 0,41; China, en 0,47, mientras que la Unión Europea (UE) es más igualitaria: 0,38. La situación china se ve agravada por su envejecimiento demográfico y su estructura de clases, con una sociedad en pirámide invertida.
Xi Jinping ha lanzado la consigna –y política– de la “prosperidad común”, con antelación al XX congreso del Partido Comunista de 2022, donde buscará su reelección (¿vitalicia?), rompiendo las reglas hasta ahora seguidas sobre límites temporales en la cúspide. Detrás está la idea de un aumento de impuestos, más donaciones por parte de los ciudadanos de ingresos elevados, un mayor gasto en programas sociales y educación, una aplicación más estricta de las medidas contra los grandes monopolios privados, y un acceso más igualitario a las nuevas tecnologías. Aunque no significa una expansión notable del Estado del bienestar de China o nacionalizaciones de empresas, sí implica una nueva etapa en el sistema económico, se llame “capitalismo de Estado” o “socialismo con características chinas”.
Esta campaña tiene varias consecuencias prácticas: para empezar, una menor tolerancia hacia los muy ricos, que ya se ha notado con Jack Ma, en su Alibaba. El hecho de que las grandes empresas pierdan valor de mercado en el recorrido parece importar poco al presidente chino. Tiene un enfoque más social de la vivienda, frenando la especulación que está detrás de la crisis del gigante de la inmobiliaria Evergrande, aunque esta es una situación cuyo resultado está aún por dilucidarse para que no ocurra como en EEUU. Y, sobre todo, busca ampliar y reforzar la clase media (actualmente unos 400 millones, con el objetivo de ampliarse a 800 millones para 2035), algo no tan diferente al planteamiento básico de Biden.
Como apunta un buen conocedor de China como Kevin Rudd, que Xi Jinping impulse un enfoque cada vez más redistributivo de la política económica significa que ni los multimillonarios ni la especulación del mercado de la vivienda son tolerados como solían. En su linaje ideológico, Xi Jinping considera todas las formas de inversiones especulativas, en particular la inmobiliaria, como parte de la “economía ficticia” que desplaza la inversión en la “economía real” de la manufactura, la tecnología y la infraestructura, sectores que sellarán el dominio económico mundial de China, en su visión. Estas consideraciones básicas sociales alimentan también la geopolítica y el conflicto por la primacía tecnológica en este siglo entre China y EEUU.
Para el economista Branko Milanović hay tres tipos de desigualdad en EEUU y China: La concentración de la propiedad de activos privados (el capital, factor agravado con la automatización, digitalización y robotización de muchas tareas); la creación de una élite rica en ingresos de capital y trabajo; y la transmisión intergeneracional de la ventaja, a través de la herencia y la educación.
A este último respecto, el régimen chino con Xi Jinping está frenando los centros de enseñanza privados y las clases particulares a varios niveles. Sin duda, hay también un elemento de control y de adoctrinamiento detrás. El ambicioso programa social de Biden –ya reducido a dos billones y sin impuestos a los súper-ricos ante la presión de la derecha de su partido– incluye una notable ampliación de la educación gratuita, una flexibilización del endeudamiento de los estudiantes universitarios y una subida del salario mínimo para algunos empleados. A la vez, en ambos países hay una gran diferencia de ingresos entre los grandes centros urbanos y los entornos rurales.
Trump, a diferencia de los Demócratas, obsesionados con su estrategia hacia las minorías, supo ver en estas desigualdades, sobre todo para la clase trabajadora y clase media blanca, un trampolín para su triunfo electoral en 2016. Biden ha visto que luchar contra ellas es necesario para que el Partido Demócrata retenga el poder federal en las elecciones de medio término, en 2022, y en las presidenciales y legislativas en 2024. Esta lucha contra la desigualdad, que también está recuperando fuerza en Europa, es parte del cambio de paradigma económico y social que está poniendo en cuestión los equilibrios de los últimos 40 años. En el caso de EEUU y China, agudizará más aún su rivalidad.