Carlos Murias, profecías de la juventud

Por Luis Miguel Baronetto

Carlos Murias, profecías de la juventud

Carlos de Dios Murias tenía 30 años cuando fue secuestrado y asesinado en Chamical, el 18 de julio de 1976, junto al misionero francés Gabriel Longueville.

El fraile franciscano había nacido en Córdoba, el 10 de octubre de 1945. Vivió en nuestra ciudad, en La Falda y San Carlos Minas. Cursó el secundario en el Liceo Militar General Paz, y dos años de Ingeniería en la Universidad Nacional de Córdoba, hasta que, en 1966, a los 20 años, ingresó a los franciscanos conventuales. Fue ordenado sacerdote en 1972 por el obispo Angelelli.

Sus inquietudes juveniles despertaron en sus años cordobeses de estudiante universitario, alentado por quien había sido su capellán militar, el cura Alberto Fulgencio Rojas, hasta que pudo canalizarlas en su vocación religiosa, identificada especialmente con las/los jóvenes y pobres.

Desde la perspectiva evangélica alentó el compromiso de la juventud con las realidades de los injusticiados. Uno de ellos lo recuerda: “Carlitos era de buen ánimo, alegre, positivo y tal vez por eso era firme en sus ideas e inamovible en sus convicciones… Prueba de ello fue su trabajo por los humildes en José León Suárez (Buenos Aires) y en Los Llanos riojanos, hasta su inevitable choque con los poderosos”.

“Los pobres y la juventud son los profetas que nos señalan los grandes horizontes”, predicó Enrique Angelelli, también cordobés, en sus años de obispo riojano (1968-1976). No era sólo una realidad local. El país respiraba transformaciones por mayor justicia y fraternidad, con los empobrecidos y la juventud, que se destacaron en el protagonismo social y político de una época.

A 46 años del martirio, que incluyó a esas mayorías silenciosas y bulliciosas a la vez, de sometimientos y de búsquedas, la conmemoración nos interpela en los nuevos desafíos ante la pobreza, la injusta distribución de las riquezas y las conductas egoístas de quienes siguen acaparando privilegios, con suba de precios en alimentos y artículos de primera necesidad, con inescrupulosa especulación, sirviéndose incluso de la crisis pospandémica, de la guerra en Ucrania, y las secuelas de la fuga financiera, como criminal herencia que condena a los más pobres de nuestra sociedad.

Sin embargo, no faltan hoy esfuerzos organizados que buscan terminar las injusticias sociales, con los empobrecidos como sujetos en los movimientos sociales, más allá de limitaciones y obstáculos. Buena parte de la juventud se suma también para que la democracia económica deje de ser una deuda interna y eterna.

Pero esa generosidad, rebeldía y compromiso solidario deberían contagiarse a esa otra juventud que se encierra en una felicidad individualista, alentada por la cultura meritocrática.

Las nuevas realidades nos demandan, sin que alcancen las respuestas en los caminos de justicia. El peso de las duras realidades cotidianas pareciera ocultar los nuevos horizontes. Pero desde las periferias más olvidadas, paso a paso se articulan nuevas formas de ejercicio democrático, que no sin dificultades va restituyendo el protagonismo popular.

Las memorias de quienes han dejado todo por una sociedad inclusiva, justa y fraterna, interpelan a los poderes institucionales a respuestas urgentes. El hambre, la desnutrición infantil y los que deambulan por las calles en este frío invierno no pueden esperar.

A mujeres y varones que día a día gastan sus energías en el trabajo les corresponden salarios justos y jubilaciones dignas. Nada es imposible si hay decisiones políticas que hagan compartir los bienes acaparados por una minoría mezquina y escandalosa, que odia y desprecia a los empobrecidos.

Las profecías de la juventud denuncian las situaciones heridas de nuestra humanidad. Muchas de las realidades que padecemos como sociedad son esas profecías que nos exigen soluciones imperativas. La profecía no es predicción del futuro, sino construcción del presente con horizontes de justicia. Es anuncio de esperanza cierta, porque avanza en la solidez y persistencia de la organización popular.

Desde su rol, el joven fraile franciscano, en su estilo vehemente y apasionado, afirmó su profecía, a raíz de la prohibición de la misa radial: “Podrán acallar la voz de Carlos Murias o la de nuestro obispo Enrique Angelelli… pero jamás la de Cristo, que clama justicia y amor desde la sangre del justo Abel hasta la que en sudores de sol a sol es derramada por nuestros hacheros, por nombrar a unos de los tantos”.

La brasa quedó ardiendo. Y necesita de nuevas manos, brazos, voces, corazón, cuerpos y energías para sumarse a las transformaciones por justicia social.

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