Cuando el reloj dejó de marcar la hora

Carta de lectores

Cuando el reloj dejó de marcar la hora

Sr. Director:

Le agradecería publicar estas palabras, en homenaje a don Manuel Belgrano:

Él vivió sus últimas horas en la miseria respirando el aire podrido de una habitación, en donde la humedad inundaba sus pulmones. Sus bolsillos estaban vacíos. Vacíos de dinero, pero repletos de dignidad. Su corazón anhelaba los recuerdos que emanaban de la gloria de una patria. Quizás él nunca llegó a ver el legajo que dejó a los argentinos, pero lo idealizó. Antes de cerrar sus ojos definitivamente, pensó en ese porvenir de la Argentina. Algo más no podría haber imaginado. Él vivía por nuestra patria. Tenía el amor más profundo hacia su Nación. Mi General se había dedicado a la ardua tarea de remediar al país. A veces, siento que todavía escucho su gruesa voz imponiendo firmeza a las personas para que estudiasen, mientras repetía: “el estudio de lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre en lo presente y porvenir”. Inculcó la necesidad de aprender para no ser esclavos. Hizo libres a miles de personas de todas las maneras existentes. Sabía realmente lo que representaba la palabra “libertad”. Con una mano sostenía un libro y con la otra escribía, más con su boca profesaba los desafíos que quedaban por cumplir con el único objetivo de educar. Era necesario que cantara su saber. Sus ojos inquietos deseaban llenarse de conocimientos. La mente progresaba y crecía al recrear lo que veía en los campos de batalla por la independencia. Sus pies marcaban memorias de una tierra al alba, mientras alertaba a sus acompañantes. En ese momento, su mirada se tornaba lánguida, aunque segundos después recordaba la honradez de sus soldados; y está se transformaba en una profunda. Proclamaba con orgullo que la libertad estaba cerca y deseaba con fe que la misma acompañará a cada argentino. La justicia era la esperanza despierta. La educación y la cultura era el progreso de la Argentina.

Era la fuente de inspiración para muchas personas. Dejaba plasmado con su porte, la valentía que llevaba. No le temía a absolutamente nada. Sabía que podía hacer realidad sus sueños. Soñar despierto, lo mantenía vivo. Fue sujeto constructor de nuestro futuro. Solamente podía ser ambicioso cuando se trataba de la patria. Por ello, logró hacer lo que pocos se animaron. El coraje era la cualidad que más admiraba de mi querido Manuel.

Tic-tac, tac-tic, los segundos corrían de una manera diferente. Pero mis agujas se detuvieron un instante en el tiempo. Entonces, el General se desprendió de mí, de la única pertenencia que le había sido fiel hasta su lecho. En ese momento no pude brillar como lo solía hacer, me costaba seguir avanzando y empujando en los engranajes. Mientras, lentamente estrechaba su convertida, irreconocible y débil mano hacia su médico, para entregarme en agradecimiento y en remuneración por su atención. Supe que no podría ser de nadie más que él, pues llevaba grabado su nombre en mi pecho. Ya lo conocía, él era así. Se desligó completamente de su marcador de tiempo, pues debía dejar la paga, aunque eso implicase morir en la pobreza económica misma. Siempre ponía por delante a los demás.

Aún en ese momento, no pudo dejar de clamar su llanto a las tierras que abandonaba. Sus últimas palabras fueron hacia su querida amada; expresando el dolor fecundo de dejarla sola. Un grito al unísono se oyó vibrar en la Argentina diciendo: “Ay, Patria mía”. Fue consciente que se le acababa el tiempo. Entonces su despedida fue breve y sintetizada en esta exclamación. Ese suspiro de amor puro dejó a conocer su tristeza y enojo al retirarse de la lucha. Del mundo. Llamó a la Argentina como su verdadero padre, quien le dio la vida y el sentido.

Paulatinamente, su sangre, que llevaba los colores de la bandera argentina, dejó de tener el calor que presentaba en la lucha. Ya no pudo resistirse ante la enfermedad. Olvidaba su frágil corazón como latir más, nunca olvidaría a su patria. Abandonó finalmente la idea de respirar, se dejó llevar por la inevitable muerte. Cuando lo vi, desconocía su pálido cuerpo. Cerré los ojos porque no quería recordarlo así. Me rehusé a ver la realidad. Había llegado el final de su vida. El sentimiento de lealtad fue lo único que no murió en ese congelado invierno de 1820.

Era demasiado joven para ver lo que había logrado. Estoy seguro de que hoy nos observa desde un sitio diferente. Un lugar que le pertenece y que siempre aspiró a llegar. Desde que su ingenio y, sobre todo, su visión superadora, lo inspiraron a ver detenidamente los perfectos colores del cielo, pensó que ahí debía llegar la Argentina: a los matices azulados y blanquecinos. Estas tierras debían unirse y llevar una bandera con esos colores. Era un hombre que iba más allá de lo simple y sencillo. Tenía la sed necesaria para abogar por la construcción de un futuro democrático. Era un conocedor del mundo. Supo ver las riquezas que nos rodeaban. Reconoció los colores en el flujo del aire y ello lo reflejó en los pedazos de telas. Estos trozos de hilos cosidos dieron a cada argentino una identidad propia. Belgrano regaló lo más grande que se le puede regalar a un hijo: un sentimiento de pertenencia único. Pero, este símbolo cobró su verdadero valor y significado de una bandera, cuando la juró en el pabellón del Río Paraná.

Este fue el abogado, que se hizo militar para defendernos, fue quien nos unió bajo su manto, para luchar por una misma causa. Nos hizo hermanos fraternalmente. Nos adoptó como hijos de una misma Nación. Nos impulsó el valor necesario. Mi referente ya no está. Mi cristal está empañado de las lágrimas que brotaron en mí. Todo está nublado. Todo parecía perdido. Pero mi General marcó el camino a seguir, tan solo cada argentino debía aprender a recorrerlo. Una gran tarea. Un gran desafío. Un logro por cumplir.

Entonces el recuerdo colectivo mantiene viva la memoria. Hace que mi gran patriota siga presente en el mundo. Este prócer, procedió las líneas de tiempo, porque él no tuvo tiempo. Rompió los parámetros del segundero. Superó las adversidades cronológicas. Creó historia. Una historia viva que contiene toda la independencia argentina. Entonces, solo ahí me di cuenta de que de nada servía medir el tiempo, porque Manuel lo desequilibró totalmente. Era de esperarse, si así era él. (Tu fiel compañero quien te ayudaba a recordar la hora, tu reloj).

Muchas gracias, un cordial saludo, Lourdes Molina Sandoval

Salir de la versión móvil