Cuando las personas con discapacidad trastornan las políticas sociales (igual que los ancianos)

Esa violencia en sus múltiples formas es también señal de algo más profundo, que excede largamente la mera cuestión económica.

Cuando las personas con discapacidad trastornan las políticas sociales (igual que los ancianos)

Los ataques a los jubilados que estamos presenciando no sólo son señal de desprecio y crueldad. Como en el “Diario de la guerra del cerdo”, hay que buscar razones no siempre evidentes. Muchas veces están vinculadas al odio de sí que tienen quienes desprecian al otro, porque en ese otro reconocen el espejo de su propia debilidad negada.

Esa violencia en sus múltiples formas es también señal de algo más profundo, que excede largamente la mera cuestión económica. En columnas pasadas intenté mostrar cómo algunos roles y valoraciones sociales, que en otras épocasse otorgaban a la ancianidad, quedan arrumbados como residuos en la era de la “productividad” y la utilidad económica.

Lo cierto es que la “ganancia” o “ahorro” que logran con esos recortes no contabiliza la pérdida enorme de potencia personal y social, las narraciones, memoria y la propia humanización que nos da estar en contacto con ellos, sobre todo cuando asoma la fragilidad, la vulnerabilidad, la finitud. Características que, finalmente, nos describen a todos, incluso a quienes se niegan a verlo.

A esto se suma que, aunque hace muchos meses que venían siendo castigadas, se ha acentuado también el ensañamiento hacia las personas con discapacidad.

Siguiendo la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, podríamos denominar “vulnerabilidad” al rasgo constitutivo de todo ser humano, pero que se manifiesta de modo mucho más patente en quienes, por sus características personales y por el modo que la sociedad les trata, quedan más expuestos al daño. Es ese rasgo el que amerita nuestra atención.

Exclusión, estigma, inclusión

Hace algunos años, Oscar del Barco me pidió una traducción para “Nombres. Revista de Filosofía”, de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. El título: “Cuando las personas discapacitadas trastornan las políticas sociales”. El autor: Henri-Jacques Stiker (antropólogo, filósofo e historiador de la discapacidad).

Estos días volví a leer esas páginas. A pesar de que su lenguaje quizás necesita una actualización (por ej. ya no se usaría ya “discapacitado” sino “persona con discapacidad”, de acuerdo con la Convención Internacional de la ONU de 2006), todavía plantea algunas cuestiones notablemente actuales.

Stiker parte de un modelo de análisis sociológico para comprender cómo la sociedad trata a las personas con discapacidad: el estigma. Desviación, deficiencia, insuficiencia, son algunos de los rasgos negativos que lo caracterizan.

La sociedad también usa el estigma para garantizar su propia “normalidad”, esa de quienes están dentro y no tienen (o todavía no tienen) el rasgo excluyente.

Pero, y sobre todo, el estigma vincula falta y culpa. Sorprendentemente, todavía se encuentran atribuciones a la culpa, que recuerdan la pregunta que le hicieran a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”. Naturalmente, quien hace la pregunta se autopercibe tan limpio de culpa como de toda responsabilidad por el otro.

Lo notable, señala Stiker, es que incluso cuando hay “incorporación” social y políticas de inclusión, se siente un eco de la negación o no-reconocimiento de la especificidad de la diferencia. No se atiende a su aporte específico.

Como veíamos con los ancianos, incluso en las políticas de inclusión se corre el riesgo del desprecio, del no-reconocimiento de la potencia de esas personas. Obviamente, cuando el no-reconocimiento afecta las posibilidades de vida se convierte, además, en un modo de eliminación.

Discapacidad y políticas sociales

Los filósofos críticos de la Escuela de Frankfurt se preocupaban mucho por la sociedad domesticada, en la que el ser humano queda instrumentalizado en un sistema de reproducción masivo, domado y ciego ante la ideología que lo impulsaba. Es una buena crítica, pero en contextos como el nuestro es preciso incorporar otros criterios materiales y simbólicos, ya que aquí la “domesticación” nunca se logró, la sociedad de consumo nunca alcanzó a instalarse, el bienestar nunca se generalizó. Quedaron evidentes las fallas del sistema que (ponele) funcionó en el “primer mundo”.

Lo cierto es que Stiker ve una paradoja ante la discapacidad, que se mueve entre dos extremos. Por un lado, hay diferencias que pueden y deben ser reconocidas, en una diferenciación universal. Por otro, hay una humanidad también universal que nos asimila e incluye a todos.

Somos los humanos mismos la anomalía, el ruido que no queda domesticado en ese sistema de dominio que los filósofos críticos temían.

Para analizarlo, recurre al trabajo. Las políticas laborales, así como las de subsidios, que intentan incluir de alguna manera a las personas con discapacidad, evidencian la misma reducción que padece el resto de la sociedad, cuando se reduce la dignidad de las personas y la valoración de su imagen propia al acceso laboral o a algún modo subrogado de conseguir un ingreso.

Las políticas de inclusión laboral tienen un valor, en tanto la posibilidad de trabajo y el ingreso económico son factores imprescindibles para condiciones mínimas de dignidad.

Pero no alcanzan para proveer la vida “inter homines”, entre humanos, donde se consigue el “tiempo de hombre” del que habla Marechal. Ese tiempo donde las personas pueden interactuar con otras, con la naturaleza y consigo mismas, ser valoradas independientemente de sus rasgos, cualidades y características.

Ese momento en que se les aprecia en su rasgo único, independientemente de su utilidad o productividad al servicio del capital.

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