La noticia del quebracho que fue considerado un obstáculo en la Av. Lucchese de Villa Allende es un buen síntoma de época y un disparador para pensar nuestras relaciones con la naturaleza. Es un ejemplar de unos 280 años, ubicado en una zona – y una provincia – con una deforestación brutal y un trato muy cruel de los hábitats naturales, donde se intenta justificar los daños con decisiones mediáticas, poco pensadas y mucho menos sistémicas respecto de la complejidad de las relaciones de la naturaleza.
Simplemente ver el lugar que se les concede a quienes pugnan por recortar los pocos espacios naturales que quedan, alcanza para justificar el párrafo anterior. Recordemos que no hace tanto la Sociedad Rural de Jesús María prácticamente acusó al poco monte que queda de los incendios forestales, y fue necesario que notables científicos refutaran esas afirmaciones (y autocontradicciones).
Los ejemplos podrían seguir. Pensemos en la así llamada “Ley Agroforestal” de la Provincia (y sus francos incumplimientos). Para terminar este escueto listado, pensemos en el –ecológicamente criticable, ambientalmente caro y sistémicamente ciego– acueducto de 400 kms que bombeará en una subida de 400 metros agua del Paraná a Córdoba.
Pero no iré por ninguna de esas vías, sino que me enfocaré en otro factor que a menudo queda trunco en estas decisiones: el tiempo.
Madurar
Heidegger expresa nuestra experiencia y vivencia del tiempo con una palabra que en alemán también puede usarse para “madurar”. Como cuando un fruto, pero también un acontecimiento, llega a su punto. No es un momento, sino un horizonte temporal, que condujo todo un pasado a un momento, que, a su vez, indefectiblemente empuja hacia un futuro. Es algo que al mismo tiempo requiere de nuestro cuidado y escapa de nuestro control.
Lo que quizás no subraya tanto Heidegger, posiblemente por verse rodeado de árboles centenarios en la Selva Negra, es cuánto tiempo lleva ese crecimiento y cuán rápido se da el peligro inmediato, fatal, del daño. Cuánto tarda en construirse algo y qué rápido se lo puede romper.
Pensemos en los tiempos largos de construcción de consensos sociales, del Estado de bienestar, de los sistemas de protección a colectivos de la sociedad que los necesitaban. Y pensemos ahora con cuánta velocidad se los puede desmantelar. Esa velocidad se incrementa por dos factores: las capacidades tecnológicas cada vez más potentes y el direccionamiento de esas capacidades con fines mercantiles. Naturaleza y ser humano son mercancía en un proceso cada vez más veloz.
La lentitud de los hombres
Pasa que más allá de los peligros (políticos, económicos, tecnológicos de la época), hay a la base de toda esta cuestión una experiencia humana, profundamente arraigada, aunque muchas veces negada. Se trata del tiempo que necesitamos para madurar esos aspectos fundamentales de nuestra vida: la amistad, el amor, el crecimiento de nuestros hijos, las respuestas a las preguntas más fundamentales de nuestra existencia, etc.
Como pasa con el quebracho, una motosierra nos puede liquidar en minutos. Se pueden intentar soluciones técnicas de dudosas consecuencias, pero nunca se podrá reemplazar la calma, el devenir del tiempo, la madurez, el sentido de propósito.
Hace falta tiempo. Los seres humanos, al igual que tantos otros seres vivos, necesitamos tiempo. Y tiempo es lo que no hay.
Hartmut Rosa ha analizado la velocidad de los modos de aceleración desde la modernidad (de tecnologías, cambios sociales y ritmo de vida). Cada vez más rápidas son nuestras interacciones sociales, movimientos y relaciones laborales. Hay comida rápida, moda rápida, lecturas rápidas. Parecía que esa separación de los ritmos lentos de otras épocas nos iba a liberar tiempo para nosotros, para cultivar nuestras amistades, para “perderlo” con nuestros hijos en un “dolce far niente”. Pero no. Se siente que, si nos detenemos, caemos al perder la inercia.
De nuevo el sentido
Para volver a Heidegger, él usa la palabra “éxtasis” para explicar el tiempo. No hay que pensar en un arrobo místico, fusión o pérdida de conciencia. Sino en una unidad de lo que fuimos, somos y seremos, no como momentos distintos sino como modos en que nos arrojamos, salimos al tiempo, entrelazándolos. Es un horizonte que nos permite una unidad.
Pero esa unidad se da al prestar atención al “por mor de qué” (para usar una traducción habitual, que suena rara en castellano argento). Qué sentido, a qué apuntamos, hacia dónde dirigimos el tiempo que somos, y por qué.
Es sabido que Heidegger sostiene que nuestra existencia se lee a la luz de nuestro “ser para la muerte”. También se sabe que Levinas le replica que somos “para más allá de la muerte”, en tanto nuestra responsabilidad excede el tiempo de nuestra vida.
Atención al tiempo, demora persistente en la atención, atención al cuidado que permite crecer en el tiempo, atención a los riesgos y a las necesidades de ese crecimiento, son ciertamente contraculturales hoy. A menos que esta velocidad presente se pregunte por su sentido y el tiempo que necesita.