¿Se saben el chiste de los padres limitados que crían a hijos sin límites?

Levante la mano a quién no le secaron la cabeza con la necesidad de ponerles frenos a los incontrolables deseos de sus hijos

¿Se saben el chiste de los padres limitados que crían a hijos sin límites?

No pueden decir que no lo intentamos. Como buenos hijos y pacientes de terapia hicimos caso cada vez que nuestros hijos e hijas gritaban como endemoniados en público y desde la tribuna nos decían: “Esta criatura necesita límites” ¿Y saben qué? No nos salió. Al menos no como ustedes, los especialistas en límites, lo imaginaron. Qué decepción. Otra decepción. Quizás fue por malentender al progresismo o por la frustración de tener un hijo que no obedece nuestras órdenes como la pantalla táctil del celular. Vaya uno a saber. Pero la cosa es que no nos salió.

Y cuando a uno no le sale algo después de intentarlo tanto, comienza a buscar explicaciones consoladoras y se pregunta cosas como ¿por qué a muchos de los de nuestra edad nos cuesta poner límites? ¿no será que el consejo está pifiado? ¿los libros y las experiencias no estarán desfasadas?, los especialistas en la materia, gurúes de la crianza ¿vivieron con feminismo, derechos de las infancias, cambios tecnológicos tan profundos, una economía que te hace ahorrar 18 meses para cambiar el colchón después de estudiar cinco años en la universidad? ¿importa algo de eso?

Como signo de época, a los padres sub 40 no nos sale bien imponer límites y, muchas veces, tampoco nos convence hacerlo. En su lugar, nos regocija negociar con nuestros hijos. Nos sentimos “buenos padres” y, quizás, también estamos mirando hacia el pasado y diciéndole a esos adultos que nos gritaban, que las cosas se pueden hacer de otra manera. Aunque no sepamos si se pueden hacer de otra manera.

Lo paradójico es que somos la generación que resultó de los límites que los más grandes supieron poner cuando todavía era viable un cachetazo o un chirlo, y el cintazo del padre zanjaba cualquier discusión. Y acá estamos, ansiosos, depresivos, frágiles, votando siempre a los extremos, manteniendo relaciones tóxicas y con los bolsillos flacos. No les salimos tan bien.

Sobre el fetiche de los límites como solución milagrosa, Los Simpsons nos ofrecen dos joyas para pensar la problemática. En el sexto episodio de la cuarta temporada, Homero le prohíbe a Bart, luego de repetidos problemas de conducta, ir al estreno de la película de Tomy y Dally que él tanto esperaba. Esto, con la promesa de que una estricta disciplina lo convertirá en Presidente de la Suprema Corte (sobre quienes, a nivel local, habría que evaluar si el respeto a los límites los llevó a donde están). En caso contrario, terminará siendo un “inmundo desnudista”. Finalmente, Homero se mantiene firme, Bart se pierde la película y se convierte en el Presidente de la Suprema Corte, llegando a ver el film deseado 40 años después junto a su padre.

En otro capítulo, los papás artistas de Ned Flanders, quienes no creen en la disciplina como forma de crianza, acuden al pediatra desesperados por los ataques de ira de su hijo. Como respuesta, el doctor les ofrece la aplicación del experimental “protocolo nalganeano de la Universidad de Minnesota”. El mismo consiste en darle chirlos en la cola de forma ininterrumpida durante ocho meses a un niño para controlar su mala conducta. Como resultado, Flanders “se cura” y forja una personalidad sobreadaptada, reprimida y funcional.

En ambos casos, los límites dan sus resultados de forma caricaturesca, como si no hubiera contextos, como si fueran recetas a aplicar. Y ahí hay un punto para empezar a ver por qué nos hacen ruido los límites. ¿Cómo se aplica un límite hoy en día? ¿El límite nos garantiza algo o es un diminuto engranaje de esta máquina de Goldberg que es la paternidad?

Quizás los límites solo funcionen sí antes logramos crear un contexto en el que se puedan aplicar. Y tal vez eso es lo que nos falta y nadie nos dijo. Si los límites se aplican a lo bobo, no serán más que una receta de manual mal usada que nos convertirá en personas gritonas y angustiadas.

Entonces, para pasar en limpio, límites sí, pero como nos salga. Y si no nos sale, ya nos saldrá mejor. Peor que a nuestros padres no nos puede salir (o sí). Así, quizás nuestros hijos no llegarán a ser jueces de la Corte Suprema, tal vez sus casas serán desordenadas, sus vidas un desastre y sus relaciones amorosas, tóxicas. Pero podremos hacer un camino del cual responsabilizarnos para criar a los monstruitos y responder por nuestras decisiones, en vez de seguir una receta dogmática y pretenciosa ¡Vengan de a uno, psicólogos!

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