Los diferentes en un tiempo sin dioses

Por Silvia N. Barei

Los diferentes en un tiempo sin dioses

Temple Gardin es autista. También es científica y cree demostrar que los animales son sabios autistas. “Algunos animales tienen formas de genio que no tienen las personas, de la misma manera que los sabios autistas tienen formas especiales de genio”. Esto lo cuenta Vinciane Despret en su libro “¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas?” Pues dirían cosas interesantes acerca de la convivencia con la naturaleza, de los buenos modales, del amor desinteresado, del juego y la diversión, de la compasión, del amor interespecies, de la transexualidad.

Las preguntas “correctas” tienen respuestas interesantes, como, por ejemplo, la idea de que el dominio de los machos es un mito. Cómo se interesan las ratas en los experimentos que se hacen con ellas, cómo es que los elefantes pueden hacerse amigos de una urraca, si es cierto que los monos imitan o en realidad son originales. Y la más interesante de todas: si llegaran los extraterrestres a nuestro planeta, ¿querrían negociar con nosotros o mejor entablarían conversaciones con las vacas? Dice Despret:

“Cuando leo lo que los criadores cuentan de sus vacas, me gusta pensar que los extraterrestres podrían establecer con ellas las primeras relaciones. Por su relación con el tiempo y la meditación, por sus cuernos -esas antenas que las ligan al cosmos- por lo que saben y transmiten, por su sentido del orden y las prioridades, por la confianza que son capaces de manifestar, por su curiosidad, por su sentido de los valores y las responsabilidades…”

En 1872 Samuel Butler publica “Erewhon”, una novela utópica satírica que, en el capítulo XXVI, titulado “La mirada de un profeta Erewhoniano acerca del derecho de los animales”, se ocupa también de hablar de las vacas. Dice que no hay que pensarlas como comida, sino educarlas para que su mente se desarrolle, y que solo se debe comer la carne de animales que hayan muerto de muerte natural o que se hayan suicidado.

Con casi ciento cincuenta años de diferencia entre ellos, los dos textos se vinculan en el planteo actual sobre la inteligencia y el derecho de los animales. Lejos estoy de que se me hubiera ocurrido educar a una vaca, viviendo en un país que traduce carne como asadito, cuero como cartera, leche como dulce de leche y astrágalo como taba.

Tampoco me he preguntado mucho si existen o no los extraterrestres. Parece que sí, ya que los científicos sostienen que habría más de treinta civilizaciones inteligentes en la Vía Láctea. Hay quienes especulan con que los mayas eran descendientes de algunos de ellos, que se construyeron las pirámides de Egipto alineándolas con el cinturón de Orión, y también que se ubicaron planetariamente los moais de la Isla de Pascua y las piedras de Stonehenge, que cuando se nos da por la guerra (idea nada original desde los principios de los tiempos), intervienen para que no destruyamos el mundo, y que Alan Turing fue seguramente uno de ellos.

Parece ser también que el famoso logo de Apple alude a la manzana que mordió el inventor de la primera gran computadora y descubridor del “Código Enigma”, usado por los submarinos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Condenado por su homosexualidad, en algún día igual a cualquier otro de 1954, Alan Turing se encerró en su laboratorio a comerse una manzana envenenada químicamente. Sesenta años después, recibió el indulto real: es un ícono gay y nadie se acuerda de que pudo haber sido un extraterrestre.

Uno de los slogans de campaña de Apple, junto a la manzana multicolor, dice: “Think Different”. Los que piensan diferente se adelantan a su tiempo y viven en un futuro que será cierto muchos años después. Hacen con una pequeña idea, una revolución.

Alguien diferente, como Turing, pudo inventar los dispositivos electrónicos que han vuelto diferente a nuestro mundo. Máquinas con las que hemos aprendido a interactuar y que, en bastantes casos, son más inteligentes que nosotros.

Steward Grand era un tipo que, allá por los 60, en California, usaba su cámara para fotografiar indios americanos; era biólogo, consumía LSD, vestía como hippie, vivía como hippie y creía en la revolución del amor para cambiar el mundo. No era un extraterrestre, pero seguramente podría haberse abrazado a una vaca en vez de pensar en comérsela. Un día de 1968 se encontró con Douglas Engelbart, el inventor del mouse, el que diseñó el primer ordenador interactivo, el que participó en la primera teleconferencia. Grand, el hippie que pensaba diferente, no solo se convirtió en su ayudante, sino que comenzó a imaginar que la verdadera revolución de la contracultura californiana pasaría por las computadoras.

Entre un guitarrazo y otro, dice Alessandro Baricco, se imaginó “la insurrección digital como proceso de liberación”. Y devino en el héroe personal de Steve Jobs, el inventor de la primera computadora personal y de los famosos telefonitos inteligentes. Como dato curioso, puede contarse de que antes de hacerse millonario, Jobs hizo un viaje “espiritual” a la India, y experimentó, como su maestro hippie, con el LSD.

¿Los colores de su manzanita pueden acaso provenir de alguno de estos “viajes”? No tiene mucha importancia. Lo que sí preocupa verdaderamente es que las computadoras, los telefonitos, los robots y todas sus aplicaciones maravillosas -nos parecen mágicas a los que no entendemos de tecnologías, ni de chips, ni de inteligencia artificial- sirvan desde hace años a los fines desastrosos de las guerras.

¿Estarán los extraterrestres vigilando cómo destruimos el mundo, cómo se cae a pedazos el orden natural, cómo fabricamos toneladas de basura, contaminamos los mares y los ríos y hacemos añicos todo lo viviente, incluidos niños, animales, plantas, agua y aire? Porque en un “tiempo sin dioses”, como diría Antonio Tello, creemos en la ciencia más que en los milagros divinos; y vivimos en un mundo que se acelera hacia una etapa que merece decisiones, que no se puede perder tiempo porque no hay puertas de emergencia, ni salidas laterales, ni túneles que salven de la destrucción.

Y porque está claro que a lo largo y ancho del planeta se han exacerbado desafíos como la desigualdad, los desplazamientos, el hambre, las guerras y se han puesto en peligro los derechos humanos de quienes son más vulnerables.

“La crueldad es una estación sin término” dice el poeta huilliche Jaime Huenún.

También en este tiempo sin dioses algunos aseguran que los extraterrestres están entre nosotros, habitando el corazón de los mecanismos inteligentes que usamos a diario, y pronto serán los robots quienes tendrán de ocuparse de los desastres que estamos haciendo.

Desde que supimos esto, mis perros y yo miramos con desconfianza a la aspiradora robot, no vaya a ser que el día menos pensado nos recoja también como basura. Y ello porque pensamos desaprensivamente, como muchos seres humanos del planeta, que las vacas y otros animales sólo sirven como alimento, que algo habrán hecho algunos países y algunas culturas para merecer las guerras, que el río y los mares ya se van a limpiar solos, y que la basura no la generamos nosotros porque siempre, siempre, la tiran los otros.

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