“Brasil está de vuelta” era una de las principales ideas-fuerza que repetía Lula al inaugurar su tercer gobierno, abriendo un horizonte de expectativas para que agarrara la posta de asumir el liderazgo regional. Y al cumplir cinco meses en el Palacio de Planalto, el ex dirigente metalúrgico se puso al hombro la tarea y logró juntar al variopinto de presidentes sudamericanos después de ocho años, montando una Cumbre que dejó mucha tela para cortar.
Como anfitrión y mentor del encuentro, el brasileño abrió el debate haciendo un recorrido por los vaivenes que atravesaron los procesos de integración en las últimas décadas y destacó las distintas iniciativas que lograron concretarse durante el tiempo en que tuvo vida la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), hasta que fuera implosionada por los gobiernos conservadores; y luego presentó un decálogo de iniciativas concretas para ampliar los mecanismos de cooperación en comercio, servicios, infraestructura, energía, defensa y frente a la crisis climática.
“Consenso de Brasilia” se titula la declaración de nueve puntos con la que concluyó el evento, que reunió en el Palacio de Itamaraty a 11 de los 12 presidentes del subcontinente (la única ausente fue la cuestionada mandataria peruana Dina Boluarte). A pesar de que Gustavo Petro anunció el regreso de Colombia a la Unasur —siguiendo los pasos de Argentina y Brasil—, el texto final desnudó la falta de consenso para el primer objetivo trazado por Lula: resucitar ese organismo. En ese sentido, se opusieron el ecuatoriano Guillermo Lasso (que está a punto de dejar su gobierno), el chileno Gabriel Boric (cada vez más corrido a la derecha) y el uruguayo Luis Lacalle Pou, quien vociferó: “¡Basta de instituciones!”. En cambio, se acordó, según dice la declaración, “establecer un grupo de contacto, encabezado por los cancilleres, para evaluación de las experiencias de los mecanismos sudamericanos de integración y la elaboración de una hoja de ruta para la integración.
Los mandatarios se comprometieron a trabajar por el incremento del comercio y de las inversiones entre los países de la región y a promover iniciativas de cooperación bajo un enfoque social y de género. Finalmente, el texto afirma que los presidentes prevén volver a reunirse para precisar los pasos a seguir.
En definitiva, el cónclave significó un primer paso para retomar el diálogo, para volver a verse las caras después de un largo rato, con la “foto de familia” y su importante carga simbólica, aunque sin dejar mayores avances en planes de acción concreta. Sólo la intención, en potencial, de que “podrían considerarse” algunas iniciativas como las que propuso el colombiano Petro, en el sentido de impulsar el canje de deuda pública por acción climática y promover la transición ecológica y energética a partir de energías limpias.
Como hecho político, lo más trascendente tal vez sea la proyección de Lula como posible articulador de una nueva arquitectura regional —seguramente con menos marco institucional y más acotada a lo económico-comercial— y como puente entre Sudamérica y los BRICS en la transición que asistimos hacia un mundo multipolar. No será sencillo. El mundo no es el mismo, la región tampoco. Hoy asistimos a una etapa sumamente volátil y de mayor pluralidad estatal: casi ningún gobierno logra una estabilidad duradera y los constantes cambios de signos políticos conspiran para tejer estrategias de largo aliento. Pero ahora parece asomar el líder que la época necesita para reconstruir el tejido de un subcontinente de vital importancia en la reconfiguración geopolítica global, que concentra las mayores reservas de petróleo, biodiversidad, litio y agua potable. Una región que necesariamente deberá sortear las divergencias político-ideológicas para tener una voz unificada y plantarse como bloque ante las complejidades del mundo que se viene.