Más allá de los espejos

Por Roy Rodríguez Nazer

Más allá de los espejos

Ahora, cuando en la economía y en la política globales el poder real parece estar siempre oculto, fuera de cuadro, cuando los bufones son los reyes y, acaso, los reyes simples escaparates de una escena en la que algo sucede a diario –improcedente, inesperado–, y escondido a la mirada de mayorías que yacen frente a la luminosidad de las pantallas, quizás, sea necesario volver a mirar Las Meninas de Diego Velázquez, conversar imaginariamente con Michael Foucault, para encontrarnos, para cotejar nuestros reflejos. O simplemente para recordar la frase de Jorge Luis Borges: “Copulation and mirrors are abominable”.

Borges abre el relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius diciendo: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902”.

Hay un espejo en Las Meninas (1656) de Velázquez. Un espejo en la centralidad del cuadro, pero difuminando la imagen interior de algo que pudo ser la primera pantalla. El bosquejo primigenio del poder capitalista. El pintor nos pinta, como espectadores, mientras el poder nos mira, nos sabe, no nos deja mover, nos reprende desde el espejo. Guía la mirada hacia los bufones. Hacia el pintor. Hacia otro encuadre. Libertad, cristal líquido.

“Bioy me llamó desde Buenos Aires (…) Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: «Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan»”.

Velázquez nos permite mirarnos al espejo de un poder que nunca nos será concedido: “La tradición reconoce aquí a doña María Agustina Sarmiento, allá a Nieto, en el primer plano a Nicolaso Pertusato, el bufón italiano. Bastará con añadir que los dos personajes que sirven de modelos al pintor no son visibles cuando menos directamente, pero se les puede percibir en un espejo; y que se trata, a no dudar, del rey Felipe IV y de su esposa Mariana”, escribe Foucault.

Felipe es por entonces “El Rey del Mundo”. Velázquez lo oculta. Quién paga al pintor apenas asoma como una marca casual.

“La pintura española es única tanto en su fidelidad como en su escepticismo para con lo visible. Ese escepticismo se encarna en el narrador que tenemos delante”, escribe John Berger. Habla de Velázquez. ¿Es necesario preguntarse hasta qué punto Las Meninas, habla de las pantallas de hoy?

“La princesa está de pie en el centro de una cruz de San Andrés que gira en torno a ella, con el torbellino de los cortesanos, las meninas, los animales y los bufones. Pero este eje está congelado. Congelado por un espectáculo que sería absolutamente invisible si sus mismos personajes, repentinamente inmóviles, no ofrecieran, como en la concavidad de una copa, la posibilidad de ver en el fondo del espejo el imprevisto doble de su contemplación”, dice Foucault.

“Velázquez pintó a estos hombres con la misma técnica y la misma mirada escéptica y carente de crítica con las que pintó a las infantas, los reyes, los cortesanos, las doncellas, los cocineros y los embajadores. Sin embargo, entre él y los bufones había algo diferente, algo cómplice. (…) Ni ellos ni el pintor eran unos inocentones o unos esclavos de las apariencias, más bien jugaban con ellas: Velázquez como un maestro ilusionista; ellos como bufones”, escribe Berger.

Acaso ese Velázquez, en la insipiencia del capitalismo, nos estaba dejando un mensaje: el poder está en los espejos. Y en las enciclopedias, podría decir Borges. Espejos que no somos capaces de descifrar. O pantallas: ¿No somos acaso presas de nuestra propia individualidad cuando escroleamos superficies por horas, guiados por un algoritmo mediante el que inventamos nuestra pintura del mundo, bajo la atenta mirada de Mark Zukenberg? ¿A dónde está Velázquez en ese proceso? ¿Adónde el rey? ¿Adónde nuestro yo, nuestro nosotros?

Borges cuenta que Uqbar, ese extraño lugar que no tenía espacio en las enciclopedias inglesas y norteamericanas, era en definitiva una civilización del planeta Tlön (¿Podemos preguntarnos si fue una creación anticipada de un algoritmo?). “Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional”.

Dicen los que leen a Borges que en Tlön algunos razonamientos no son posibles. Que alguna relación entre realidad y palabras tiende a desaparecer (como en las pantallas). De todas maneras, el escritor deja pistas: “Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro”. Acaso desde nuestras ruinas personales estemos salvando una flor. O los restos de un cuadro, que el propio poder olvidó.

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