Sandra es todavía joven, no llega a los 40, pero ya está esperando a su segundo nieto. Alma, su hija de 15, está con amenaza de parto y dolor abdominal fuerte. Cuando llega el chofer de Didi a su casa de Ciudad Evita para llevarlas a la Maternidad Provincial, le agradece infinitamente que haya aceptado el viaje. “Acá no entran ni las ambulancias… ni la policía. Mucho menos los taxis”, dice.
Axel trabaja como repositor externo. Va de un súper a otro, pero tiene la moto en el taller desde que le entró agua al motor durante ese tormentón que inundó casi todas las calles de Los Boulevares. Piensa que, si consigue otra changa, podría pagar el arreglo, pero no le queda otra que llamar a un Cabify para moverse en horario de laburo. Hasta capaz que liga una buena promo con descuento.
Brenda pide un Uber porque tiene que llevarle a sus tres pequeños hijos, de 8, 5 y 2 años, a su mamá para que los cuide mientras ella trabaja limpiando dos casas de familia. Aunque ellos no pagarían boleto si tomara el colectivo, no tiene que esperar 45 minutos en barrio Sol Naciente y después otros 45 minutos en la parada de la Núñez para hacer la conexión.
Maca está en tercer año de la Siglo 21 y si bien habitualmente comparte el uso de uno de los autos de la familia junto a su hermano, cuando éste se lo lleva, pide un Uber para ir desde su casa en el country hasta Villa Warcalde, donde vive Camila, su compañera, para estudiar junto a ella.
Juan Pablo es chef, pero como se quedó sin laburo, antes de irse a probar suerte en las sierras desempolvó el carnet de chofer de remís antes de que se le venza en agosto. Pero en las paradas está todo muy quieto y decidió hacerle caso a un colega que le sugirió postularse para las aplicaciones. Y me cuenta que, de cada 10 viajes, ocho son con esta nueva tecnología.
Sandra cree que es más rápido.
Axel piensa que es más barato.
Brenda opina que es más práctico.
Maca sabe que es más seguro.
Juan Pablo tiene en claro que la gente ya tomó una decisión.
La ciudad de Córdoba mantiene vigente la ordenanza contra las aplicaciones que permiten viajes particulares en automóviles y motos, que no tienen la licencia municipal correspondiente. Pese a que, por ejemplo, en el límite de su ejido, Villa Allende ya lo acepta. Y otras grandes ciudades en la provincia ya tienen encendida la app, como es el caso de Río Cuarto, Carlos Paz y Villa María.
Para aplicar su poder de policía, el único control que mantiene (y que va rotando entre cuatro o cinco destinos fijos) es una manera casi simbólica de reprimir la violación de dicha normativa. Como mucho, una decena de multas diarias aplicadas (incluyendo el secuestro de los vehículos) para un universo de miles de autos contraviniendo la ordenanza, termina siendo una forma de decirle a propios y extraños: “Miren que estamos persiguiendo la ilegalidad”.
Uno entiende que a los dueños de dichas licencias de taxis y remises no les debe gustar ni medio que un capital que hace unos cinco o 10 años costaba lo mismo que un departamento y hasta se alquilaba en valores casi similares, hoy esté disponible a cero pesos. Algunos dicen que han perdido contra la “ilegalidad”. Yo pienso que han perdido contra una tecnología que la gente claramente adoptó e incorporó a sus vidas.
Salvando las distancias, nos pasó lo mismo a los periodistas. Hace unos 15 años, por tirar una fecha, teníamos el monopolio de la información (Igual que los dueños de las chapas), es decir, la gente se informaba solamente con diarios, radio y tv. Pero un buen día, llegaron las redes sociales, tecnología que la gente adoptó (igual que las aplicaciones de viaje). Y nos enojamos -algunos mucho- y quisimos advertirle al público que se corrían riesgos informándose, por ejemplo, en Twitter o Instagram, a través de un particular y no de un medio de comunicación tradicional (se mantiene la comparación, ¿no?).
La gente, igual, pese a nuestras advertencias, optó por las redes. Por los particulares sin licencia. Y entonces no nos quedó otra que transformarnos, ya sean los medios tradicionales en los que trabajamos o nosotros individualmente. Y nos fuimos a las redes. Como quien dice, si no puedes con tu enemigo, únete a ellos. Como hizo Juan Pablo.
No creo que pase mucho tiempo hasta que la Municipalidad de Córdoba entienda que la gente, mayoritariamente, ya tomó una decisión. Que también hay “otra gente” que sigue tomando taxis, obviamente, como hay “otra gente” que sigue escuchando radio AM. Y seguimos con los paralelismos (mejor termino acá).
Incluso desde el punto de vista judicial, el panorama no es muy favorable a este y otros municipios que mantengan la prohibición. Es porque el decreto presidencial que desreguló el transporte de pasajeros en rutas (media y larga distancia) es una señal inequívoca de lo que quiere el gobierno de Milei: permitir nuevos actores y flexibilizar exigencias para acceder al sistema.
Y hacia allá habrá que ir, no porque lo diga Milei. Hacia allá fueron los ciudadanos primero, y las ciudades después, en el resto del mundo. Porque se quejaron taxistas de Londres, Nueva York, Madrid o Singapur. Pero debieron resolverlo porque allá también los usuarios elegían las aplicaciones. No es un tema local. Ni tampoco “una moda”, como me dijo un tachero el año pasado.
No es tan complicado. Asoma como solución, tal vez provisoria, que tengan menos exigencias los actuales licenciatarios y que se les pida mayores controles a los autos que usan las “apps”. Pero no se puede tapar el sol con la mano.