Se escriben y se dicen tantas cosas sobre China que las informaciones nos sobrepasan. Esto plantea una eterna cuestión: ¿de qué China estamos hablando? ¿De la China como superpotencia global del siglo XXI? ¿De la China fundada por Mao, una referencia idealizada para muchos intelectuales del siglo XX? ¿De la China de Confucio, con sus valores de armonía y jerarquía? ¿De la China como uno de los mayores milagros económicos de la historia reciente? China es mucho más que una nación, y casi es un continente. En realidad, se asemeja a un universo que puede ser abordado desde una multiplicidad de perspectivas, inagotables y capaces de sorprender. Ser sinólogo resulta una tarea mucho más compleja que la de los sovietólogos del tiempo de la Guerra Fría, con unos conocimientos que parecían basarse más en la intuición que en la teoría política o en la razón.
Cansado de debates y especulaciones complejas y estériles, me encontré con la obra de un escritor que en el período de entreguerras pasaba por ser un experto en China y alcanzó la gloria literaria con su pretendida erudición. Me refiero a André Malraux, el hombre que pasó del comunismo al gaullismo sin apenas solución de continuidad. Malraux siempre fue un nacionalista, y Mao nunca dejó de ser nacionalista por el hecho de ser comunista. La guerra civil china fue un conflicto entre dos maneras de entender el nacionalismo, entre dos distintas influencias de Occidente. Al final uno acaba haciéndose la misma pregunta: ¿hasta qué punto China se occidentalizó? ¿Una civilización milenaria fue arrinconada en beneficio de dos ideologías occidentales, el marxismo y el nacionalismo? Con apenas 20 años, en 1921, André Malraux empezó a escribir un libro, de corta extensión, con el título de “La tentación de Occidente”. La obra adopta la forma de epistolario entre un chino en Francia y un francés en China, a modo de homenaje a obras clásicas como las “Cartas persas” de Montesquieu. Según Malraux, China sufre la tentación de occidentalizarse, si bien la occidentalización resulta un instrumento para combatir la hegemonía de Occidente en el mundo. De hecho, el despertar de los territorios colonizados política o económicamente fue en paralelo a la recepción de ideologías occidentales. Pero además el libro refleja las inquietudes de un joven intelectual ante el panorama de las ruinas físicas y morales dejadas en Europa por la Primera Guerra Mundial. Malraux es un seguidor de Nietzsche y un precursor del existencialismo, un hombre que piensa que la civilización europea se desliza hacia un nihilismo. Ve en la milenaria civilización china una especie de tabla salvadora ante la desesperación y el vacío que invade a la sociedad y la política europea de su tiempo. En este sentido Ling, el viajero chino del libro, alaba la supuesta calma y serenidad de su civilización frente a los deseos de gloria y de acción de los occidentales. Considera que la intensidad de las emociones debería primar sobre las acciones. Según Ling, es inútil transformar el mundo. En realidad, es el mundo quien transforma al ser humano. Mientras los occidentales buscarían construir el tiempo, los chinos serían construidos por el tiempo. Estas consideraciones llevan a una conclusión: en las primeras etapas de su trayectoria vital y literaria, Malraux expresaba a menudo ideas del marxismo, pero en realidad no creía demasiado en los dogmas ideológicos.
André Malraux es un novelista, y no un estudioso de las ciencias sociales. Hay quien le considera un representante de la posverdad por su habilidad en adornar los hechos y elevar la anécdota a la categoría de historia, relacionada con esa concepción del destino en la que solía complacerse su admirado De Gaulle. Lo demuestra el relato de su entrevista con Mao en 1965, contenido en sus “Antimemorias”, y que llevó a Nixon a solicitar consejo a Malraux antes de su histórico viaje a China. Sin embargo, “La tentación de Occidente” contiene una interesante reflexión que 100 años después no ha quedado desfasada: el viajero francés, A.D., visita a Wang Loh, un sabio chino, en un hotel de Shanghái; este se lamenta porque cree estar asistiendo al derrumbamiento de China, “un sistema que consiguió vivir sin apoyarse ni sobre los dioses ni sobre los hombres”. Según Wang Loh, el confucianismo es lo más opuesto al individualismo occidental. Sin embargo, percibe que este espíritu chino se vacía poco a poco y no solo por el hecho de que los jóvenes adopten la vestimenta y las costumbres occidentales. Europa no seduce a unos jóvenes que, en el fondo la odian, pero termina penetrando en ellos y los deja vacíos.
Las reflexiones de Wang Loh sobre la decadencia del confucianismo han de contrastarse hoy con las opiniones de Xi Jinping: desde el poder se resaltan los valores de jerarquía, orden y disciplina propios del confucianismo, pero al mismo tiempo se percibe la inquietud por un cáncer que acecha a todos los regímenes políticos y sociales: la corrupción, que puede debilitar a una democracia y socavar a una dictadura. Frente a la corrupción, Xi Jinping tiene que oponer la determinación de Mao y la ética de Confucio. El régimen no puede cuestionar el legado del fundador de la República Popular China pues negaría su propia legitimidad. Ese legado ideológico es, en buena parte occidental, pero resultaría insuficiente para la proyección de China en el mundo. Las ideologías tomadas de Occidente no deberían marginar a una civilización milenaria, cuyo prestigio se ha construido de la mano de la sabiduría y de la ética.
André Malraux nunca pareció entender a China. Era un maestro de la ornamentación literaria y tenía la capacidad de revestir a Mao, su “emperador de bronce”, con los rasgos de un héroe nietzscheano. Sin embargo, Wang Loh, su personaje ficticio, tenía razón al preocuparse por el vacío que Occidente podía provocar en el espíritu chino. El “sueño chino” no podrá tener un largo recorrido si prescinde de la sabiduría de la tradición.