Pandemia de inmoralidad y desconfianza

Por Fermín Bertossi

Pandemia de inmoralidad y desconfianza

En nuestro país, algunas prácticas amañadas vienen acompañando el comportamiento dirigencial, exponiendo y reduciendo la ética pública a un pronunciado deterioro, déficit o decrepitud y nominalidad, dado que solamente existe de nombre, pero entre nosotros la gobernanza no obedece ni se corresponde con lo que ese nombre necesariamente designa e implica.

La mentira, la violencia, la inseguridad personal y patrimonial, la inflación (la más alta en las últimas tres décadas ya proyectado en un 70% para este año), como la quiebra de normas básicas de convivencia (sinceridad, respeto, esfuerzo propio, reciprocidad, sentido de lo ajeno) alumbran la profunda y masiva incertidumbre que ha ganado el ánimo de los argentinos, subordinado en sus actuaciones públicas y privadas a un gobierno nacional reñido con el orden fundamental y con sus propias promesas de la ética y de la propia Constitución Nacional.

Nuestro inmoral desorden argentino actual obedece a un liderazgo dividido y desviado de su representación (de hecho, su legitimidad de origen es notoriamente superior a la legitimidad de ejercicio actual), lo que ha determinado un enrevesado entresijo de cosas, de falacias y de realizaciones u omisiones, siempre impregnadas de intereses personales, corporativos e ideológicos especulativos en pugna, acentuando la grieta vernácula con un pueblo cautivo, olvidado, humillado, despersonalizado, sometido y reducido a la indiferencia; un pueblo en el cual al agudo decir de Zygmunt Bauman, “hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo bien hecho. Lo que se consume, lo que se compra son solo sedantes morales que tranquilizan escrúpulos éticos”.

Con una política negando, o de espaldas a la realidad del hambre, la inflación, la dignidad jubilatoria, a la pobreza e indigencia, y sin respuestas en general, el pueblo poco y nada puede esperar de un Estado inerme e indolente.

A propósito, descontrolados narcotráficos y crímenes organizados revelan que el Estado no detentaría los poderes concentrados atribuidos al ejercicio de sus instituciones coercitivas, ni el monopolio de la violencia física y simbólica legítimas. O, inexorablemente, prevalecería la inmoralidad cómplice de mucho funcionario público, legislativo, judicial y de las fuerzas de seguridad.

Toda ética pública cuando es vívida, compartida y respetada, conlleva a la formación de noble conciencia ciudadana, pero se enturbia y enferma gravemente por la sucesión -sin solución de continuidad- de escándalos, corrupción, privilegios e impunidad en el grueso de nuestras autoridades.

¿Entonces, cómo continuar ignorando reclamos, poco menos, clamores por prácticas políticas, legislativas y judiciales transparentes, cotidianamente legitimadas por un bienestar general mediante la satisfacción de necesidades físicas básicas, de justicia y equidad?

Urge recrear cultura política autónoma y responsable ante el hartazgo de voces, palabras y figuras que respiran inadvertidamente su fractura esencial, su origen sospechado y el ocaso de su casta, una casta ciertamente caótica, anárquica y privilegiada, ajena a todo control, a toda ética, a todo compromiso y responsabilidad social.

Trazabilidades patrimoniales inexplicables de políticos en general, con un empobrecimiento escandaloso, igualmente inexplicable del pueblo argentino, podrían facilitar no solamente tanta desigualdad, sino el mayor riesgo institucional de que cualquier emergente se convierta finalmente en líder totalitario aupado por fanatismos, opas o colaboracionistas.

Nuestra deuda interna, nuestra inflación, pobreza e indigencia, nuestros desencuentros con su consecuente malestar social traducen y simbolizan tanto un prolongado fracaso de la política en cuanto tal, cuanto una marcada ralentización democrática. Políticas partidarias que nos vinieron confinando a maltratos institucionales, yugos o servidumbres provocados, fundamentalmente, con sus recurrentes fiascos económicos y corrupciones impunes en las últimas décadas.

Resistir democrática y legítimamente, sin más tutelajes ni curadores políticos ineptos e incompetentes, configurará un decisivo desafío ético y cívico para encontrar paulatina y progresivamente lo que como pueblo nos falta de dignidad, alternativas políticas razonables, idóneas, aplicadas y honestas que asuman cabalmente la administración de la cosa pública, liberándonos de esta pandemia de inmoralidad, desconfianza y descomposición social.

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