Para febrero

Especial para HDC

Para febrero

Me pongo a preparar los exámenes previos, libres, regulares. Al mismo tiempo, respondo mails y mensajes de alumnos y alumnas, de sus familiares. En una semana arrancan los turnos de febrero y se presentan las mismas dudas de todos los años. Quieren saber, por ejemplo, si hay que estudiar todo el programa o “solo lo que vimos” en el año; si lo que están repasando con sus docentes particulares es lo que se va a tomar; si es obligatorio leer las obras literarias o si, textualmente, “con el resumen alcanza”.

-Profe, ¿me puede pasar las guías de los libros que leímos en el año?

-Por supuesto. ¿Cuáles?

-Todas, porque las perdí. Y el programa.

-Ok. Ya te mando.

-¿Y el apunte de la materia, el que estaba en el Aula Virtual?

-Sí. En realidad, todavía está todo el material del año pasado en el Aula Virtual.

-¿Pero qué? ¿También hay que leer eso? ¿O con lo que le pedí alcanza?

Para gran parte de los docentes, las vacaciones hacen que la batería de la paciencia tenga carga, al menos por el momento, así que respondo con cuidado. Aclaro los criterios de evaluación, jerarquizo temas, conceptos, envío algunas síntesis que, desde la pandemia, aprendí a archivar a mano. No sé, en realidad, si les alcanzará.

Por último, les digo (me digo) que quiero que aprueben, todos y todas, que por fin aprueben. Aunque la verdad es que también me gustaría que entiendan, que aprendan. Que les guste la materia es la utopía que, como el Ave Fénix, renacerá en el aula cuando comience el ciclo lectivo.

Entre las pretensiones docentes y lo que finalmente ocurre en el transcurso de un año escolar hay un abismo, más allá del nivel educativo en el que estemos. Quiero decir que pasa en la primaria, en la secundaria. Por muchas razones, algunas áreas del conocimiento resultan más atractivas que otras, o parecen más fáciles de entender, incluso de eximir. Por eso hay quienes “se llevan” una o varias materias.

Ahora bien, la heterogeneidad propia de los distintos grupos y la singularidad de cada estudiante nos enfrenta a una especie de paradoja. Porque se espera que en diciembre o febrero den cuenta, en un examen (uno sola, oral o escrito, de una hora aproximadamente), que adquirieron los aprendizajes fundamentales del año.

En diciembre, la situación roza lo ridículo. Un par de semanas después del fin de ciclo, alumnos y alumnas se someten al mismo instrumento de evaluación que ha frustrado sus expectativas de aprobar en más de una ocasión. ¿Por qué ahora debería ocurrir algo diferente?

Recuerdo que, días antes de Navidad, un estudiante lloraba solo en un banco.

-¿Qué te pasa?

-Nada… Que me llevé siete y no aprobé ninguna.

-¿Ninguna?

-Es que preparé Historia y Lengua, y dejé Biología y Física. Pero me puse nervioso y no aprobé ninguna de las cuatro, así que tampoco voy a poder con las que me quedan.

-Todavía tenés chances.

-Ya está, rindo de nuevo mañana.

Al día siguiente, otro estudiante desaprobó el coloquio. Antes de irse, vino con un grupo de amigos a preguntar en qué se había equivocado. Revisamos juntos su texto escrito, las diferencias entre lo que había expresado oralmente y los contenidos de la materia. Al final, me dijo que yo podía tener razón, pero que igualmente debería haberlo aprobado porque su papá había gastado veinte mil pesos en una particular y, por la nota que le puse, había sido plata tirada.

La manera más simple (y más frecuente) de explicar la situación del fracaso estudiantil es responsabilizar a las infancias, a las juventudes. Nos convencemos de su falta de compromiso con la educación. También le echamos la culpa a las familias, por el escaso apoyo. Y, si no, despotricamos en contra de la tecnología o de la actualidad, del presente, como si en el pasado hubiese una suerte de paraíso educativo al que anhelamos volver.

Mucho más complicado resulta asumir la cuota de responsabilidad que nos atañe a quienes formamos parte del sistema educativo. ¿Qué estrategias desplegamos para transmitir el conocimiento, para hacerlo interesante? ¿Cómo evaluamos? ¿Qué hacemos para interpelar las distintas realidades socioeconómicas y culturales que atraviesan los y las estudiantes? ¿Estamos convencidos de que todos y todas pueden aprender?

Con más preguntas que respuestas, sigo armando las consignas para los exámenes. Intento ser lo más claro posible, no exigir relaciones o procedimientos de trabajo que no haya enseñado. Reviso lo que preparé años atrás, para otros grupos, recupero un par de ideas.

Antes de terminar esta nota, miro la lista de inscriptos para mis mesas de lengua y literatura. El año pasado tuve alrededor de doscientos estudiantes en distintos cursos, rinden dieciocho. ¿Es un buen porcentaje? ¿Es malo? ¿Desde cuándo pienso a estudiantes en términos de porcentaje?

 

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