Nos hemos conmovido, aún entre tanta movida (leyes, vetos, marchas, tensiones, anuncios), con los datos estadísticos que confirman que más de la mitad de los argentinos (52%) somos pobres.
Quizá por previsiones de estilo, la información periodística describe la pobreza y la indigencia como fenómeno ajeno, desagregando cifras que refieren a un colectivo distante. Ellos, los que “son pobres”, están “allá”, aunque estemos hablando de más de 25.000.000 de personas con las que compartimos la cotidianeidad de ser parte del mismo cuerpo nacional.
Esa quita liminar de un sentido de cercanía, esa mención descriptiva y separada de la realidad (en la que ingresan decisores públicos, técnicos o investigadores) es un primer vallado para involucrarnos en la solución. La pauperización no es un acontecimiento externo. Es el síntoma de una grave crisis moral, social, económica y estructural arrastrada por décadas, que repercute en toda la Nación, deteriorando sus capacidades, sus potencialidades, su cohesión.
El crecimiento de la pobreza debilita íntegramente al tejido social. Una comunidad en la que más de la mitad de sus miembros vive en condiciones de carencia económica (de las cuales la mitad directamente no puede sostenerse) involuciona sistemáticamente. La pauperización resiente las estructuras, las relaciones, las intermediaciones de toda índole, al multiplicarse de modo creciente las familias con padecimientos y limitarse la capacidad de la esfera pública (no sólo el estado o el gobierno) para proveer bienes públicos. Cuando dos tercios de la población están preocupados casi exclusivamente en satisfacer sus necesidades básicas, más de la mitad no lo logra y para un cuarto de esa comunidad el propósito aparece inviable, no alcanza con ponderar los beneficios de una supuesta libertad de mercado, en la que la supervivencia hará lo necesario para, por ejemplo, no morir de hambre, como ha definido recientemente nuestro Presidente en alguno de sus viajes por el mundo.
La pobreza afecta la capacidad de innovación. En las sociedades donde las personas luchan por sobrevivir día a día, no hay margen para la creatividad, el desarrollo de ideas nuevas o la inversión en tiempo. El esfuerzo se vuelca hacia la mera subsistencia y todos los sectores terminan atrapados por esa inercia.
La pobreza erosiona la responsabilidad colectiva. Al presentarla como un fenómeno ajeno, se desvía la atención de las decisiones institucionales, económicas y sociales que la generan o agravan. Si no asumimos que la pobreza es el resultado de una falla sistémica, corremos el riesgo de perpetuar un círculo vicioso en el que, tarde o temprano, se responsabiliza al “pobre” (que es un “ajeno”, ni siquiera un “prójimo”) por su situación.
Sentirnos parte del asunto
El primer paso para encontrar una solución a la pobreza en Argentina es reconocernos inmersos en ella. Todos facilitamos o toleramos que las carencias crezcan hasta niveles inaceptables. Este reconocimiento implica cambiar la manera de abordarla, partiendo del acto de referirnos a ella (que supone pensarla y luego expresarla). Incluirnos realmente en la cuestión.
El segundo paso es vincularnos en el sentido que lo propone la psicología, sin temer (y enfrentando) las múltiples subjetividades determinadas por esa presencia activa en el asunto. Promover un sentido de altruismo auténtico. No se trata solo de actos de caridad puntuales (privados o estatales), sino de un cambio profundo en nuestra forma de actuar como personas o familias que conformamos un tejido humano. Necesitamos fomentar la humildad y la empatía; no hay extraños al problema. La empatía nos permite conectar sufrimientos ajenos y propios (qué duda cabe que la pobreza los genera) y nos impulsa a actuar desde un lugar de compromiso genuino. Presentando las situaciones sin tener que “re”-presentarlas, soportando las interferencias.
Pero, ¿cómo hacerlo? La creatividad también juega un papel fundamental en este proceso. No podemos limitarnos a las soluciones tradicionales que no han revertido la situación. Tampoco, por este fracaso, a serruchar estructuras estatales. La innovación institucional, la búsqueda de nuevos modelos de producción y distribución económico-social, y la creación renovada de redes de cooperación comunitaria son caminos que debemos transitar. Las estrategias creadoras pueden surgir cuando entendamos, de una buena vez, como ocurre tras hechos colectivamente significativos o traumáticos -por ejemplo, una guerra-, que todos tenemos un rol que desempeñar.
Para que este proceso tenga éxito es fundamental el sinceramiento. Decía Napoleón Bonaparte que la mejor manera de permanecer pobre es la franqueza, reflexión que no empaña el esfuerzo de asumirla, porque, como aportó Bertrand Russell, la verdad se hace más inconveniente cuando se niega. Aceptemos que la pobreza en Argentina no es un fenómeno pasajero ni circunstancial; es un problema profundo, que en medio siglo creció constantemente, arraigado en desigualdades históricas, políticas económicas fallidas y falta de oportunidades estructurales. Y que persistirá por décadas, aunque se enfrente con éxito. No podemos seguir abordándola desde la minimización de su impacto, al no reconocernos en su contexto.
Debemos fomentar políticas públicas trascendentes de lo asistencial. Un enfoque integral que combine inversión social, educación, salud pública, desarrollo de infraestructura y políticas de empleo digno y sustentable. Un cambio posible sólo cuando percibamos a lo extraño como propio, como señala el filósofo italiano Roberto Espósito.
El avance de la pobreza en el país no es únicamente un problema de los pobres. Todos participamos de una ciudad, una provincia y una nación que debe enfrentar con urgencia a sus graves desigualdades y fallas. Asumiendo nuestra responsabilidad, habrá una chance.