Psicología del dinero en Argentina

Por Pancho Marchiaro

Psicología del dinero en Argentina

Billete o fajo, deuda o acreencia, la guita ya no es lo que era y vale mucho menos de lo que cuesta.

Vivimos -una vez más- esos períodos de la historia argentina cuando la plata nos angustia sostenidamente. Entra al homebanking con ansiedad, sale escupida por el cajero con tristeza.

Esquizoide, el dinero parece inerte, pero está vivo y late dentro nuestro con más potencia cuanto menos hay. Si es mucho nos quema, mientras que si es poco nos obsesiona acumularle, porque hoy no alcanza y mañana menos.

Personas de a pie atesoran trocitos de su sueldo durante unos días en un fondo de inversión para estirarlo.

También se ha puesto de moda estar “formado financieramente”, cuando en los hechos se nos pide que entrenemos el escapismo de la inflación (con el gravoso spoiler de que perderemos).

Esta es una columna -probablemente otra más- sobre la condición psicológica del metálico en el país cuyo nombre ya es un estigma: en latín, “argentum” es plata.

El valor de un castillo de arena

El autor británico Martín Amis, fallecido hace unas semanas, se hizo célebre con su novela “Dinero”. Allí se pregunta: ¿es la guita una ficción o una adicción?

El sistema monetario ha ido ganando espacio mental para dejar de ser un medio destinado a adquirir cosas, y se transformó en un destino en sí mismo.

Nuestros padres se esforzaban por comprar la casa propia con dinero, y los hijos la quieren vender para tener dinero. Más dinero.

Parte de esos delirios se están cumpliendo de forma bastante doméstica: en la carnicería de mi barrio muchos cortes cuestan más de $ 2.000 el kilo, y pagar el asadito familiar demanda de un fajo de cien, sellado por el banco y todo.

La fantasía de ser un narco y sacar guita de unos bolsillos llenos también se cumple en la despensa, o en la ferretería.

La ilusión de tener diez lucas, y hasta cien lucas, se ha distorsionado. Vale destacar que, para la psicología, las ilusiones son esperanzas usualmente inalcanzables; pero en este tiempo, el valor es como un panadero, un diente de león en flor: se vuela lánguidamente.

Toda la preocupación que nos causaron los billetes de $ 100 con Julito Argentino Roca, son inversamente proporcionales a aquella satisfacción que producía guardarse en el bolsillo un retrato de Carlos Pellegrini, cuyo adusto bigote parecía garantía de felicidad.

Un “Peso Convertible” -así fue bautizado- te permitía comprar una cerveza, y ese presidente (el primer político que propuso el voto femenino, el que campeó una crisis económica y fundó el Banco Central) fue “convertible” entre 1992 y 2002, cuando Duhalde le arrancó el apellido.

Pasaron veinte años más y no conseguimos determinar quién es el trastornado.

¿Estamos los argentinos en una crisis maníaca con el efectivo, o la biyuya es la que está enferma?

Devaluaciones eran las de antes

Los Pellegrini contantes y sonantes representaron el freno a muchos años de pérdidas, puesto que, en 1992, al momento de su impresión, el billete azul contuvo 13 ceros de duelo nacional.

Entre 1969 y 1992 pasamos de $ 10.000.000.000.000 a $1. Luego, entre 1993 y 2023, sólo nos fuimos de $1 a $500: casi una condena al éxito.

El terapeuta diría que no es devaluación sino depresión, pero lo cierto es que la mística es lo más caído, muy a pesar de Joaquín Sabina que considera al dinero como “el único Dios verdadero”.

El problema de la autoestima baja en nuestra moneda nacional puede tener muchas causas, pero nuestros culpables favoritos, los padres, tienen bastante que ver en este caso…

La dinastía de los pesos argentinos nació en 1827. Entonces no se llamaban pesos, pero el patriarca de los billetes tenía dos figuras: George Washington y Simón Bolívar. La otra moneda circulante valía $ 5 y exhibía un retrato de Benjamín Franklin. Ambos tenían una decoración con fauna local -idea que descendería varias generaciones hasta la actualidad, al igual que algún desliz-. Por ejemplo, el antes mencionado papel de 5 estaba ilustrado con una llama y un canguro.

Inseguridad, herida de abandono y miedo al rechazo, son algunas de las patologías que heredaríamos.

De todas maneras, no todo es frustración: tan obsceno como sexy, la plata es el arte de agarrar lo fugaz, la imposibilidad del erotismo sostenido donde nadie es infalible, y la cuantía se pone flácida con tanta preocupación.

Soñamos con cobrar, con consumar ese vínculo mensual, y lo cargamos de una voluptuosidad espiritual.

Místicos y deseosos, ya no le rezamos a los cajeros, sino que rogamos piedad en el homebanking, y hacemos penitencia en cada resumen de la tarjeta.

Nunca agnósticos, pero muy bipolares, volveremos a pecar -unos pocos días más tarde- para satisfacción de los terapeutas y banqueros.

Salir de la versión móvil