Testigo 1: En los años 50, el periodista estadounidense John Howard Griffin se hizo pigmentar la piel en una operación bastante arriesgada y devino negro durante tres meses. Viajó al sur profundo, se empleó en campos de algodón y en fábricas, y vivió las humillaciones de la vida cotidiana de los negros. En su libro “Black like me” (Negro como yo) escribe: “En ese momento yo era dos hombres a la vez, era aquel que testimoniaba, aquel que observaba y aquel que era maltratado y tenía miedo”. Se trata de alguien que devino un Otro durante un tiempo, pensando que volvería a ser el mismo cuando recuperase su piel blanca. Cuentan los testimonios que nunca volvió a serlo, porque, seguramente, algo muy perturbador sobrevivió a esta experiencia. Conjeturo que la máscara se había hecho parte de su cuerpo y, más allá de su cualidad contingente, creó una especie de tensión identitaria.
Testigo 2: En el bellísimo libro “Ébano”, el polaco Ryszard Kapuscinski narra en primera persona su trabajo como periodista en África a partir de 1957, tratando de dar testimonio de los procesos de liberación en diferentes naciones: Tanzania, Uganda, Nigeria, Mauritania, Etiopía, Ruanda, Somalía, Senegal, Eritrea, entre otras.
Narra la situación de un periodista con escasos recursos que vive África desde adentro, que comparte con su gente su cultura, sus miserias, sus luchas revolucionarias, sus esperanzas. Hace hincapié en el sentimiento racial desde las propias vivencias y deja en claro que lo que más le cuesta es mostrar que él no es “el blanco colonizador”. O “el diablo blanco” como reza la canción popular de nuestro Caribe.
Testigo 3: la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich construyó su obra dando fe de los testimonios de los sobrevivientes de muchos de los horrores de las guerras del siglo XX, y asumiendo un especial compromiso con las víctimas, los desplazados, los que sufren, los que han quedado bajo las ruinas de la historia.
– “Si Usted no me viene a preguntar, yo no hubiera contado estos horrores”, le dice Liuba Aleksandróvich, que vivía en la región de Vítebsk cuando los alemanes entraron a Bielorrusia. “No quiero, no quiero pronunciar esa palabra: Guerra… Quiero olvidarlo todo”.
– “¿Qué me queda de la guerra? No entiendo la palabra desconocidos, porque mi hermano y yo crecimos entre gente desconocida. Nos salvó gente desconocida… Toda la gente es familia”, dice Nina Shunto, de lo que recuerda de sus seis años en Zadori.
Estos niños, ahora viejos, hablan de sí mismos como si fueran Otros, hablan como quien espía desde una cerradura, hablan porque aprendieron que ese Otro puede ser un enemigo, un salvador, o sólo un rostro, un cuerpo tendido, un nombre que se desconoce.
Svetlana Alexiévich recibió el Nobel por su obra, Howard y Ryszard Kapuscinski vivieron muchos años y recibieron premios importantes. Misión cumplida, pudieron haber dicho.
Menos suerte tuvieron otros periodistas que no cumplieron la misión para la que se imaginaron destinados, y buscaron contar lo que sucedía y a la vez pensar un futuro esperanzador. Por ello fueron perseguidos y muertos. Porque el Otro puede ser este perseguido, pero también puede ser un perseguidor, un acosador, un asesino: alguien que, básicamente, no soporta la verdad.
Para muestra basten los casos de Julián Assange; el asesinato de Yamal Jashogyi en el consulado saudita de Estambul; el de James Foley, decapitado en 2018 por el Estado Islámico; la muerte de Daphne Caruana Galizia, en Malta, en 2017, que investigaba a políticos implicados en los Panamá Papers y que valió a 45 periodistas internacionales el inicio del «Proyecto Daphne» para completar su trabajo de investigación.
En 2019, el periodista Christian Velasco Rojas, desde la plataforma de comunicación “La Resistencia Bolivia” denunciaba amenazas en su contra: “¿Qué democracia defienden? ¿La de la intolerancia, la del acoso, la del vandalismo? (…) Esta madrugada, a nombre de la democracia, pintaron mi casa con insultos y amenazas, al mejor estilo del fascismo nazi, donde marcaban las casas de los judíos para después quemarlas… También recibí mensajes, que llegaron a mi celular, que decían que ya había caído el presidente Morales y que ahora nos tocaba la muerte a nosotros”.
Lamentablemente, le tocó al periodista argentino Sebastian Moro, quien cubría el golpe contra Evo. En 2018 había dejado su trabajo en Radio Nacional, en Mendoza, impedido de investigar en lo que era su especialidad: violencia institucional, terrorismo y golpes de Estado. Conocida la noticia creo que enseguida nos acordamos de Rodolfo Walsh; de José Luis Cabezas; o del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, asesinado por los militares chilenos durante uno de los alzamientos contra Allende, en junio de 1973. Su propia cámara fue testigo de su muerte (muestra cómo los militares le gritan, le apuntan y finalmente le disparan), y convirtió a este joven periodista (que había trabajado durante años para la televisión sueca, cubriendo la campaña del Che en Bolivia y los enfrentamientos de Ezeiza), en un ícono de la historia de quienes arriesgan su vida por dar testimonio del presente.
Justamente, en Córdoba, durante el golpe de Estado de septiembre contra Allende, la por entonces “escuelita” de Ciencias de la Información (ahora Facultad) creó una radio abierta que, ubicada en las afueras del edificio que ocupaba en la esquina de Caseros y Vélez Sarsfield, transmitía todo lo que los medios argentinos no decían, de una operación a la que llamaban “de contrainformación”. Porque, de manera especial, transmitía la voz del pueblo chileno, y ensayaba lo que una década después habría de llamarse “comunicación alternativa”.
Yo vivía a tres cuadras y media de allí. Recuerdo haberme acercado para escuchar la información que no circulaba en otros espacios, para saber más por la voz de los otros. No la de los golpistas ni la de los comunicados, sino la del pueblo que contaba su versión de las cosas. Lo bueno no eran las noticias, que eran malas, pero se trasmitían con la esperanza de que el pueblo pudiera ir resistiendo. Lo mejor eran los poemas de Neruda y las canciones de Violeta Parra, Víctor Jara y, sobre todo, “Qué dirá el Santo Padre”, de los Quilapayún. Los llamaban Violeta, Víctor y los Quila, como si fueran el hermano, la hermana que tenemos lejos y sabemos en dificultades. Tengo la imagen del bullicio, del trajinar de quienes adivinaba como profesores y alumnos, del altoparlante que no siempre se entendía por el ruido y los bocinazos de la calle.
Pasados los años, conocería a muchos de ellos en la “escuelita”, trasladada a un edificio desvencijado en la entrada de la Ciudad Universitaria. Y cuando digo pasados los años, digo, finalizada la dictadura que se llevó a Rodolfo Walsh, a Haroldo Conti, a Diana Guerrero, a Roberto Santoro, a Paco Urondo, a la “Negra” Solís, a Piri Lugones y, en Córdoba, a Luis Mónaco, de nuestra Radio Universidad, por nombrar sólo algunos.
“Esos jóvenes periodistas convirtieron las redacciones en ágoras de sueños y aspiraciones. Pensaban que era posible terminar con el hambre de Latinoamérica, organizar comunitariamente la selva y la villa”, diría Osvaldo Bayer.
En total, en el país suman (según el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado) doscientos veintitrés periodistas, trabajadores de prensa y obreros gráficos desaparecidos. También junto con ellos desaparecieron, se exiliaron, se tuvieron que callar profesores y estudiantes de comunicación. Una investigación reciente señala que la represión, feroz en Córdoba, se llevó la vida de 55 miembros de la “escuelita”.
Dicen que la guerra mata la verdad, pero no siempre hace falta una guerra convencional o declarada para matarla. Si la información veraz se empeña en sobrevivir, se asesina a quienes la enuncian (ejemplo terrible en Latinoamérica son los cientos de periodistas asesinados por el narco en México y Colombia), y así se consigue que quede oculta. Aun cuando se diga a los gritos y por ruidosos altoparlantes. Pero el tiempo y el empeño de testigos y sobrevivientes vuelve a sacarla a la luz.