Trabajo: el reto incesante de ganarse la vida

El Núcleo de Antropología en Economía Política, que funciona en el Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba, como centro del Conicet, publicó su informe sobre las condiciones laborales en la actual coyuntura socioeconómica.

Trabajo: el reto incesante de ganarse la vida

Para la inmensa mayoría de quienes hoy habitamos el mundo, ganarse la vida no es un tema sencillo, es más bien un reto cotidiano e incesante. La gente común trabaja. Trabaja en la casa (cría hijos/as, nietos/as, animales), trabaja fuera de la casa. Busca trabajo, da trabajo, consigue trabajo, pierde el trabajo, cambia de trabajo, combina y multiplica trabajos, anhela unos, sufre otros, imagina, emprende e inventa nuevos. Mantener la vida andando requiere de flujos continuos de energía creativa —energía material, emocional y afectiva, personal, familiar, colectiva y comunitaria— con resultados enormemente variables, cada vez más frágiles e inciertos.

Cuando faltaban cinco años para el inicio del siglo XXI, el economista estadounidense Jeremy Rifkin publicó un libro que se volvió bestseller: “El fin del trabajo”. Un título profético con el que Rifkin buscaba, en verdad, dar nombre a un problema específico, el del fin del empleo, y pensar cómo podríamos resolverlo. El sistema salarial —trabajo con sueldo fijo, de 9 a 18 y en blanco (con aportes jubilatorios, obra social, vacaciones pagas, seguro contra accidentes, indemnización en caso de despido)— había entrado en una fase de achicamiento tan acelerada como irreversible, al igual que su promesa de garantizar la integración económica y social de amplias mayorías.

Lo que no parecía tan evidente era que la crisis de ese sistema iba a expresarse, a nivel global, no sólo en un aumento de la fuerza de trabajo inmovilizada —lo que conocemos como desempleo o subempleo—, sino también, en lo que terminó siendo en cierto modo su reverso: la proliferación e intensificación de la actividad laboral a lo largo y ancho de todo el cuerpo social. Como dijo hace poco un sociólogo argentino, Alexandre Roig, para buena parte del mundo contemporáneo el fin del pleno empleo ha sido, igualmente, el inicio del pleno trabajo: la sociedad de los trabajos en plural, los trabajos por cuenta propia, los trabajos de tiempo parcial, los temporales, los no registrados ni registrables, los laburos que cada quien acumula para hacerse el sueldo —ninguno puede rechazarse porque cualquiera puede caerse, y acá no hay preaviso—.

Promedia la segunda década del siglo XXI y no sólo necesitamos trabajar más para sostener la vida, sino que parecemos convencidos de que vivir en actividad —incluida aquella requerida para buscar trabajo y generar(se) trabajo(s)— sería una cualidad incontestablemente virtuosa. Gracias a esta valoración, el trabajo ha podido invadir y colonizar cada vez más ámbitos de nuestro cotidiano: para millones, hoy, la distinción entre tiempos de trabajo y tiempos personales no solo es borrosa, sino además impracticable. La casa es también taller u oficina; la mesa de la cocina es escritorio o mesa de trabajo. Termino de cenar y respondo los mensajes pendientes, atiendo los pedidos o aprovecho a armar una nueva publicación para el Instagram.

Vidas de sobre-actividad, personas sobre-responsabilizadas de emprender, de hacer proyectos, hacer contactos, tejer redes, promocionarse y “ser su propio jefe”, como rezan aplicaciones y corporaciones. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo ha dicho así: nuestras sociedades del rendimiento —no pierdas el tiempo— son también sociedades del cansancio.

Como si este cuadro no bastase, hay un trabajo sin nombre, tan normalizado como ingrato, al que cada día somos silenciosamente citados. Un trabajo que ejecutamos casi en automático, sin siquiera percibir el caudal de energía que nos cuesta; sin dimensionar cómo y en cuánto participa, decisivamente, de nuestros malestares y nuestro agotamiento emocional y existencial. Se trata del trabajo colectivo invertido cotidianamente en trazar y subrayar las debidas líneas divisorias —que nadie se confunda— entre quiénes son los que realmente trabajan en esta sociedad, y quiénes no; quiénes contribuyen con su esfuerzo a la economía y quiénes usufructúan de las contribuciones hechas por el esfuerzo ajeno. Hablamos del reparto de la estima y el mérito social: ¿Vos qué aportás?

Es una tarea extenuante, en buena medida porque es también una batalla política diaria, hecha de comparaciones y juicios, ofensas y defensas, calificaciones y descalificaciones, críticas y alegatos. Todo ello puesto a circular en un sinfín de escenas de la vida pública y privada: en la conversación con el taxista, el comerciante o la enfermera; en las filas y las salas de espera; en las redes sociales, la reunión de padres, la reunión de consorcio, en el evento familiar, la cena de amigas, el entrenamiento; en los paneles de TV, en el comentario político.

Para muestra basta un botón, y la Argentina reciente es un buen caso. Una sociedad que cada mañana parece levantarse, darse una ducha y tomarse el café a la mitad, para salir a la calle con la planilla de Excel en mano: ¿A ver quién labura más? Las y los trabajadores en sus distintas clases y categorías cosechan o pierden valía social de acuerdo a la disposición (al trabajo) que sean capaces de exhibir. Naturalmente, los más empobrecidos son los que corren en la posición más desventajosa: tienen que dar muestras de estar dispuestos a matarse laburando si es que no quieren pasar, sin parada intermedia, a integrar las filas de los que, se dice, no quieren laburar —la Argentina que habría perdido la cultura del trabajo, un lamento colectivo que, como bien observa el sociólogo cordobés Gonzalo Assusa, merece tratarse como problema público de nuestra época.

Esta suerte de auditoría laboral generalizada, que ejercemos y es ejercida sobre nosotros en una concatenación de gestos voluntarios e involuntarios, incluye el monitoreo social sobre el origen de los ingresos de quienes trabajan o —se supone— deberían trabajar. Virtuoso será todo aquel que demuestre que nada de lo que tiene proviene de otra fuente que no sea la de su propio y exclusivo esfuerzo. Nada más demeritorio que un emprendedor subsidiado.

Mientras tanto, nada de esto se le pregunta a las clases propietarias y pudientes, es decir, a los que ocupan la porción más alta —y más estrecha por tanto— de la pirámide social. Los números indican que deberíamos hacerlo: desde la Universidad Nacional de Río Cuarto, los economistas Jorge Hernández y Marianela Gómez se tomaron el trabajo de medir y comparar la distribución de ingresos no laborales —es decir, los ingresos que no provienen del propio trabajo, sino de fuentes como intereses, rendimientos financieros, rentas de la propiedad, dividendos, subsidios— entre los distintos segmentos de la estructura social argentina. En base a un análisis cruzado de datos provenientes de la EPH (Encuesta Permanente de Hogares), descubrieron que por cada peso —es decir, cada 1 $AR— de ingreso no laboral apropiado por cada miembro de un hogar más pobre de nuestro país, cada miembro de un hogar más rico recibe 9,1 pesos.

Desde luego, estos hogares más ricos además participan del trabajo político de asignar y distribuir valías sociales. Sólo que, cuando de su clase social se trata, la medida de valor se invierte: lo que define la grandeza o posición relativa de cada quien no es la cantidad y disposición al trabajo, sino la capacidad de ocio. Un orden de mérito que, a diferencia de los otros, se hace portones adentro: en los barrios y countries más exclusivos de la zona metropolitana de Buenos Aires, las familias vecinas suelen contar(se) —es decir, comentar y contabilizar— los viajes. Hablamos, claro, de los viajes al exterior. Especialmente cuentan los que cada quien hace fuera de temporada —mientras la gente común trabaja—. Lo que se mide no es sólo el poder adquisitivo —qué viajes puedo pagar— sino el poder de descanso —cuánto puedo parar—.

El problema actual del trabajo está también hecho de estos problemas de distribución del valor. Cómo hacemos para ganarnos la vida, y qué clase de vida nos estamos ganando cuando el trabajo que se premia es aquel que, para las mayorías, no tiene ni puede tener pausa.

 

Núcleo de Antropología en Economía Política, UNC. Escriben: Julieta Quirós, Victoria Reusa, Macarena Díaz Martín, Romina Cravero y Victoria Perissinotti. Edición y Comunicación: Belén Nocioni y Natalia Asselle.

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