Universalistas, tribales, singulares

En un momento de extrema violencia y de reaparición de “tribus”, incapaces de ver en el otro un miembro del universal propio, es útil revisar esta historia.

Universalistas, tribales, singulares

Uno de los temas más influyentes y transversales en la historia de la filosofía es la cuestión de los universales, la pregunta por aquello que todos los miembros particulares de un conjunto tienen en común, sean tazas, tigres o seres humanos. Para muchos parece una pregunta metafísica, pasada de moda.

Pero si pensamos los efectos prácticos de esta pregunta (recordemos la barbarie nazi o los racismos, que consideran grandes porciones de la humanidad como miembros no plenos de la misma), vemos que no es sólo una pregunta del pasado. Y la cuestión se complejiza más si consideramos lo que las ciencias naturales nos dicen sobre las interacciones entre los seres vivientes (y no vivientes también).

Así, la cuestión de los universales no pertenece sólo al campo epistémico; por ejemplo, si es necesario tener en mente algún “universal” (esencia o “especie” como se decía en el medioevo) para poder conocerlas cosas particulares, o si se les podía conocer de modo individual, sin esa mediación. Sino que es sobre todo una cuestión política, ética y económica (recordando los campos del conocimiento práctico en Aristóteles).

Universalistas y tribales

Al final del penúltimo libro del sociólogo alemán Hans Joas, “El hechizo de la libertad”, el autor anticipaba un nuevo paso en su investigación. En aquella obra indagaba cómo se habían dado diversasformas de sacralización desde la modernidad, aparentemente secular, y cómo esas formas no se oponen sino que muchas veces se potencian con rasgos característicamente modernos –libertad, tecnociencia– complementándose en la formación de ideales típicos del presente.

En su último libro “Universalismo. Dominio mundial y ethos de la humanidad”, da ese paso anunciado, retomando el tema de la formación de un ideal concreto: el ethos universal. O, dicho de otro modo, la humanidad como sujeto global de derechos y portadora de una dignidad específica.

Su punto de partida es la “era axial”, un fenómeno ocurrido entre el 800aC y el 200aC, por el cual diversas culturas comenzaron a comprenderse moralmente obligadas antela humanidad como tal, en la figura de quienes que no eran del grupo propio. En ese “eje”, que atravesaba Eurasia desde el extremo oriente hasta lo que hoy es Israel y Palestina, surgió un ideal que configura la historia del universalismo moral.

Pero en la reconstrucción de esa historia, Joas encuentra una contrapartida fundamental: sólo se entiende el universalismo moral si atendemos los procesos por los que los estados imperiales intentaron avanzar sobre otros pueblos. Esa tendencia expansionista del “dominio mundial” es la contracara riesgosa de cualquier universalismo moral: la imposición a otros (o la lisa y llana negación del otro, en todas sus formas).

Esta tensión entre el universalismo moral, que busca abarcar de modo universal la humanidad y las responsabilidades morales que le son propias, y las fuerzas políticas de imposición que fueron su contracara, llega hasta hoy. Exhibe al mismo tiempo la necesidad de una base universal y sus peligros.

Relativismo tribal

Posiblemente la antropología cultural fue un campo pionero del siglo XX que permitió relativizar la historia “teleológica” de la cultura, como si fuera un avance progresivo indetenible. Los movimientos decoloniales y las críticas a los imperialismos de cualquier tipo (religiosos, económicos, culturales, políticos) serían impensable sin ese antecedente.

Especialmente desde la década de 1980, ese movimiento expansivo de lucha por el reconocimiento de los particularismos impulsó un movimiento pendular frente a los autoritarismos previos. Significó también la posibilidad de numerosos colectivos (culturales, étnicos, cosmovisivos, etc.) de reclamar reconocimiento, valoración y aprecio. Ciertamente, la sensibilización del multiculturalismo proveyó a la discusión moral de numerosas instancias de control.

Al mismo tiempo, la progresiva institucionalización generó discusiones sobre los derechos de las culturas. ¿Puede una cultura, en nombre de sus derechos, ejercer una acción dañina a sus miembros particulares? ¿Y desde qué criterio se consideraría lesiva y cómo se la limitaría, evitando al mismo tiempo un nuevo colonialismo o imposición? ¿Dónde se trazaría el límite de lo permisible? Por otro lado, ¿acaso no hay criterio de juicio, que permita al mismo tiempo dar cuenta de derechos universales y rasgos particularistas?

Entre el polo englobante sin matices y el polo del tribalismo cercenado de cualquier criterio de control o justificación de las decisiones éticas, parece invitársenos a un salto casi de fe, irracional, ciego.

Sin embargo, la alternativa de pensadores como Habermas apela a un uso de la racionalidad, capaz de encontrar principios universales incluso en las tradiciones simbólicas, capaces de ser traducibles a quienes no pertenecen a ellas. Aunque encuentra fuertes dificultades motivacionales.

Atendiendo esas dificultades, Joas recuerda el rol del universalismo moral impulsado por las tradiciones simbólicas en India con Gandhi, del cristianismo en el movimiento de derechos civiles de los afrodescendientes en EEUU, del utopismo en Vasco de Quiroga y de los universalismos seculares de izquierda. Pero también advierte sobre la tensión continua de convertir esas intuiciones en una práctica política imperial.

En un momento de extrema violencia y de reaparición de “tribus”, incapaces de ver en el otro un miembro del universal propio, es útil revisar esta historia, para ver cuáles son las posibilidades – y los límites – de un ethos universal, de los grupos particulares, y de la singularidad excepcional de cada persona.

 

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