Katmandú, septiembre de 2025. Las imágenes que recorren el mundo muestran a miles de jóvenes, muchos todavía con el uniforme escolar, enfrentándose a la policía en Maitighar Mandala y avanzando hacia el Parlamento. El aire impregnado de incienso y especias quedó sustituido por el humo de los incendios y el olor a pólvora. Lo que comenzó como una protesta contra la prohibición de las redes sociales terminó precipitando la renuncia del primer ministro Khadga Prasad Oli, tras la muerte de al menos 19 manifestantes en una sola jornada.
Detrás del detonante inmediato —el bloqueo temporal de 26 plataformas digitales— se esconde un descontento más profundo. La llamada “protesta de la Generación Z” es mucho más que la defensa del derecho a estar en línea. Es un grito contra décadas de corrupción, nepotismo y promesas incumplidas en un país que, tras abolir la monarquía hace menos de dos décadas, todavía no logró consolidar una democracia capaz de responder a las demandas de su población.
Cuando el gobierno anunció el veto a redes sociales por no registrarse ante las autoridades, justificó la medida como un intento de combatir discursos de odio, identidades falsas y delitos cibernéticos. Sin embargo, en un país donde más del 90% de la población usa redes, la decisión fue percibida como un ataque directo a la libertad de expresión.
Paradójicamente, solo TikTok quedó exenta, lo que levantó sospechas sobre un posible alineamiento con Beijing. No es un dato menor: en Nepal, las redes sociales son algo más que entretenimiento. Son el espacio de organización, denuncia y debate de una generación que siente que el futuro les fue robado. El bloqueo fue la gota que rebalsó un vaso cargado de frustración.
Para entender la magnitud de la protesta hay que volver a 2006, cuando una revuelta popular puso fin al último reino hindú del mundo. Tras una década de guerra civil entre la monarquía y los maoístas, Nepal se declaró república federal en 2008. En teoría, comenzaba una nueva era. En la práctica, la política quedó secuestrada por los mismos de siempre.
Los partidos tradicionales —el Congreso Nepalí, el Partido Comunista de Nepal (UML) y los exmaoístas reconvertidos en burócratas— se alternaron en el poder durante casi dos décadas. La corrupción se volvió endémica, el nepotismo una regla de ascenso político, y la democracia, un mecanismo para distribuir privilegios entre las élites. Oli, Prachanda, Deuba: los nombres se repiten una y otra vez en la jefatura de gobierno, mientras el país se estanca.
La economía nepalí depende en gran medida de las remesas: uno de cada cuatro hogares subsiste gracias a un familiar trabajando en condiciones precarias en Qatar, Malasia o India. Solo en 2024, más de 700 mil personas emigraron en busca de trabajo. El desempleo juvenil ronda el 20%.
En ese contexto, las redes sociales se llenaron de videos mostrando a los hijos de los políticos —los “nepobabies”— ostentando autos de lujo, viajes internacionales y fiestas fastuosas. La imagen del contraste no pudo ser más brutal: mientras la juventud común se endeuda para estudiar o se ve obligada a emigrar, los herederos del poder disfrutan de privilegios que no ganaron.
Ese contraste encendió la indignación y dotó a las protestas de un carácter generacional. La corrupción ya no es un concepto abstracto: tiene rostros, apellidos y cuentas de Instagram.
La represión del 8 de septiembre marcó un punto de no retorno. Con cañones de agua, balas de goma e incluso munición real, la policía intentó contener a los manifestantes que irrumpieron en el Parlamento y prendieron fuego edificios partidarios. El resultado: 19 muertos confirmados en una sola jornada y más de un centenar de heridos.
Los testimonios de disparos indiscriminados y abusos dentro de hospitales conmovieron al país. Influencers, artistas y hasta Miss Nepal Earth 2022 se sumaron a la denuncia pública. La violencia estatal aceleró la caída de Oli, cuya renuncia fue presentada apenas un día después.
A diferencia de otras movilizaciones, lo que sucede en Nepal no parece estar dirigido por partidos o caudillos visibles. Se trata de una rebelión horizontal, organizada desde abajo, con redes sociales como columna vertebral. Esa falta de liderazgo dificulta la cooptación y otorga un carácter orgánico a la protesta.
Sin embargo, en un país que vive atrapado entre India y China, con Washington observando de cerca, la sospecha de injerencias externas siempre planea. ¿Hay actores internacionales aprovechando el descontento? Nadie lo descarta del todo, pero lo cierto es que la bronca de la juventud nepalí parece demasiado auténtica como para ser fabricada desde afuera.
La renuncia de Oli no resuelve la crisis de fondo. La estructura política sigue intacta y la corrupción continúa siendo el cemento que une a las élites. Pero la irrupción de la Generación Z marca un antes y un después.
Lo que está en juego en Nepal no es un simple recambio de nombres, sino la posibilidad de romper con un sistema que margina a millones y privilegia a unos pocos. La quema de sedes partidarias y símbolos de poder no es vandalismo ciego, sino un intento desesperado de forzar un nuevo comienzo.
El desafío es enorme: transformar la furia en una alternativa política real que no repita los vicios del pasado. Sea cual sea el desenlace, la lección ya está escrita: cuando la bronca se organiza, ni las balas ni la censura alcanzan para frenarla.
En el corazón del Himalaya, la juventud de Nepal acaba de recordarle al mundo algo esencial: la democracia no sobrevive sin justicia social.