Los bulé escapan de Sumatra (Segunda parte)

Los bulé escapan de Sumatra (Segunda parte)

Caminamos varios kilómetros para salir del pueblo, intentando encontrar un buen lugar donde pararnos, pero nunca dejábamos de estar invadidos por motos. Avanzamos hasta llegar a una terminal de buses. Necesitábamos llegar hasta un pueblo que se llamaba Bangko, habíamos leído que desde allí había buses que salían en la dirección que nosotros necesitábamos viajar, no llegaban hasta Dumai, pero por lo menos nos dejaban cerca.

Aunque Bangko estaba a menos de 30 km, cuando a la gente le preguntábamos cómo ir a Bangko, entendían Bangkok. Es como si estás en Córdoba, preguntás por Carlos Paz y piensen que le hablás de La Paz, en Bolivia. Y nos decían: No, eso está muy lejos”; ¿Cómo lejos? Es acá cerca…”; No, es en otro país, necesitan tomar un avión para llegar. ¿Quieren ir al aeropuerto?” Cada vez que no nos entendían nos crecían la frustración y la desesperación.

Entramos a la terminal a preguntar, nos acercábamos a los choferes y les señalábamos en el mapa Bangko y le preguntábamos si ellos iban, y todos decían que no o que estaban full, nadie podía ayudarnos. En la ruta, cada auto que frenaba y nos hacía ilusionar resultaba ser un taxi. En Indonesia cualquiera puede ser taxista. Es cuestión de frenar, ofrecerse a llevar a alguien y poner una tarifa. No hay un color de auto o de patente, o un cartel que te diga que eso que viene ahí es un taxi. En eso estábamos, cuando a las 8 de la mañana apareció el insoportable. ¿Se acuerdan el personaje que hacía Diego Pérez en VideoMatch? Bueno, llegó ese personaje. Tenía unos 25 años, era morocho y usaba lentes, decía que era profesor de inglés y que a las 10 salía un bus, que podíamos esperar en su casa. Como nos quedaban dos horas, le dijimos que íbamos a seguir haciendo dedo y que si nadie nos llevaba tomaríamos el bus. Pero nos dijo que no, que era muy peligroso, que no podíamos confiar en nadie, que eran todos unos ladrones, que él nos iba a ayudar. Cuando lográbamos que alguien frenara él se acercaba para hacer de traductor, pero nos espantaba a todo el mundo, decía: no, no, este no va para allá”, o este les va a cobrar demasiado”, etc. Paramos una camioneta y el conductor no se animaba a llevarnos porque no entendía qué estábamos haciendo, no es común que alguien haga dedo. Le decíamos que si quería le pagábamos, queríamos irnos de esa ciudad como fuera. Le pedíamos por favor que nos dejara solos, pero se ponía entre nosotros y los autos; Lu se puso muy nerviosa, empezó a caminar sola y no me esperaba, y me asusté, porque vi que se iba entre toda esa gente que se burlaba; le gritaba, pero por los nervios ella no quería frenar y más nervioso me ponía yo. Para ellos era una comedia dramática en vivo y en directo que los bulé le regalábamos. En un momento tiré las mochilas, Lu frenó, discutíamos a los gritos y la gente se nos seguía riendo. Y en el medio de nuestra pelea aparece el insoportable en una moto tipo Zanellita: Come to my home”, le dije que no jodiera más y nos dejara en paz.

Resignados, aceptamos ir en un auto que como todos los demás cobraba como un taxi. Ya eran más de las 11 de la mañana, habíamos perdido horas en esa ruta sin poder avanzar ni un kilómetro.

Una vez más cambiamos de plan, nos olvidamos de Bangko y fuimos hasta un pueblo cercano, y de ahí íbamos a seguir hasta Jambi. En la terminal había una sola empresa que hacía el recorrido; había una chica que hablaba inglés: poder hablar un idioma que entendíamos, con alguien que entendía lo que necesitábamos, y no quisiera nada de nosotros, ya era relajante.

Mientras esperábamos que llegara el vendedor empecé a desfilar al baño. Iba y venía con un poco de papel desde los bancos al baño. Apareció el vendedor y conseguimos pasajes para ir hasta Jambi, ya nos sentíamos más cerca.

En Jambi hicimos trasbordo y nos subimos a un bus viejo y lleno de tierra, de esos con cuatro filas de asientos duros que. El AA no funcionaba, así que viajábamos con las ventanillas abiertas; yo miraba hacia afuera y trataba de concentrarme en el paisaje para no pensar en las ganas de ir al baño. Había tomado las pastillas de carbón contra las diarreas y no me habían hecho efecto; tampoco estaba sirviendo mirar el paisaje selvático, la tierra barrosa y las palmeras constantes no me distraían lo suficiente. Así que intentaba dormirme. Lo lograba por tramos, pero cada vez que me despertaba sentía los retortijones en la panza y una amenaza latente.

Viajamos toda la noche y a media mañana llegamos a un pueblo, a un local que de un lado tenía un restaurante y del otro lado estaba el depósito y la boletería de la empresa del bus. Necesitaba comer para recuperar fuerzas, pero el comedor no inspiraba mucha confianza. En mi estado también tenía que cuidarme, y veíamos que el agua que usaban la sacaban de un aljibe repleto de moho; el baño estaba sucio, no había jabón, y si no me las podía lavar yo, tampoco se las lavaba la cocinera. Así que preferí no comer. Pero el baño sí lo usé. Mucho.

Mi rutina era sacar de nuestra mochila el papel higiénico, caminar esquivando bolsos y cajas, atravesar un pasillo medio oscuro y llegar al baño que estaba en un patio. Lavarme las manos con agua, hacer el camino inverso, ponerme alcohol en gel y sentarme agarrándome el estómago. Después de la tercera vez que lo hice, me di cuenta que eso no iba a aflojar solo. Preguntamos cuanto faltaba para que volviera a salir el bus y dónde había una farmacia. Apurados y preocupados, salimos a buscar una y encontramos una clínica que vendía medicamentos; explicamos a las dos vendedoras la droga que necesitábamos y nos respondieron que necesitábamos una receta. Por suerte hablaban inglés. Tratamos de decirles que para un Regulane generalmente no se necesita receta, nos decían que como ellos eran una clínica, sí o sí la necesitaba, y que teníamos que esperar al médico para que me atendiera y me la hiciera. Con Lu ya nos estábamos poniendo nerviosos, les decíamos que no teníamos tiempo, que se iba el bus. Llamaron al médico y con una sonrisa de secretaria dijeron que las autorizó a vendernos las pastillas sin atenderme, pero, de todas formas, tenía que pagar la consulta, Lu las quería matar, pero entre mí apuro y el miedo a que se fuera el bondi, no queríamos seguir discutiendo así que pagamos y nos fuimos.

Llegamos de nuevo al comedor, tuve tiempo suficiente para volver a ir al baño y el bondi retomó el viaje hasta otro pueblo, donde por fin tomamos un bus hasta Dumai, nuestro último destino de Indonesia.

Allí nos recibió, por couchsurfing”, Merlina. En el mismo terreno de su casa había una iglesia cristiana y una escuela. La escuela hacía unos años que la habían pintado de verde agua, las aulas estaban desordenadas, con los bancos amontonados porque estaban por hacer reformas. El piso del patio era de tierra, en el centro estaba el mástil y había montañas de arena, piedra y ladrillos. En el fondo estaba preparado un escenario chiquito para el acto que harían cuando llegaran los coreanos que hacían las donaciones a través de la iglesia.

Nosotros instalamos nuestro colchón inflable en una de las aulas, por suerte había un ventilador. A pesar de todo el Regulane que me había metido en el cuerpo, la diarrea seguía ganando la batalla, así que yo seguía tomando los sueros rehidratantes. Para ir al baño tenía que entrar a la casa de Merlina, donde siempre estaban los padres preparando comida. Sentados sobre el suelo lavaban y despinaban pescado y pelaban la verdura. El olor a pescado impregnaba toda la casa, y el piso se lavaba con el agua del baño que era marrón, espesa y turbia. Entrar a la casa y sentir el olor profundo del pescado me revolvía el estómago, podía escuchar mi interior bailando samba y pidiendo permiso para irse, así que opté por comenzar a usar el baño que estaba en el patio, que probablemente era para los niños de la escuela, que por suerte no tenían clases. Acá también tenía que hacer el desfile de la vergüenza, con el jabón y el papel en la mano. Me agachaba en la letrina y reflexionaba sobre la vida y sobre lo mal que estaba terminando el viaje por Indonesia, que era nuestro primer país de Asia.

Una vez nos sacó a pasear por Dumai el médico que trabajaba con Merlina en la iglesia. Nos llevó en su 4×4 a conocer su clínica y su casa. Ahí conocimos a su esposa, que se sentía presa en una vida que, más que elegirla, le tocó. Su suegra tenía un kiosco, pero ella era la que tenía que trabajar ahí, aunque no quería. Hacía años que no se iban de vacaciones porque él no podía dejar ni un día su clínica. En pocos minutos de charla, Lu hizo empatía y trató de sembrar la semillita para que se liberara un poco y tratara de hacer algo que la hiciera feliz.

Después nos volvió a subir a la camioneta para llevarnos a comer, le preguntamos si ella podía venir con nosotros, y ella dijo que no, que tenía que quedarse a hacerle compañía a la suegra. Pero vino el hijo, que él con orgullo hacía hablar inglés. En el restaurante, por más que yo le dije cinco veces que necesitaba cuidarme por el tema de mi estómago, él pidió varios platos pesados y picantes. Comí por cortesía, charlamos un poco de la vida en Indonesia, especialmente de Sumatra, y después nos llevó a la casa de Merlina.

Al día siguiente tomamos el ferry hasta Malasia, sentimos que por fin nos bajábamos de la cinta de correr y podíamos respirar hondo y relajarnos.

Salir de la versión móvil