Ahora que un señor de sobrenombre inglés y apellido presuntamente presuntuoso y que no es Charly (García), ni Giorgie (Borges) sino alguien mucho más intrascendente y duro de entendederas, digo, ahora que este señor ha dicho que los hijos de los campesinos y los obreros bien podrían no ir a la escuela, quedarse a ayudar a sus padres y aprender su oficio, ahora, digo, me acuerdo de mi padre. Y de mis tías.
Hijos e hijas de un inmigrante pobre, iban a la escuela pública y cuando volvían, ayudaban en el trabajo y en la casa. Y salieron adelante porque esta escuela, diseñada por Sarmiento (acompañado por Juana Manso) en 1884, cuando era director del Consejo Nacional de Educación, se concretó en la Ley 1.420, de enseñanza gratuita, laica y obligatoria, base primordial de nuestro sistema educativo.
¿Sabrá este señor, de sobrenombre inglés, que echamos a los ingleses en 1806 y 1807 (aunque siempre volvieron, disfrazados y no tanto); que las Malvinas son argentinas; y que la Ley 1.420 impuso la idea de que todos los niños y niñas de este país, hombres y mujeres, nativos, inmigrantes, rurales y urbanos, pobres y ricos, debían concurrir a la misma escuela, en igualdad de condiciones, aprender lo mismo, para formarse como ciudadanos y poder ejercer sus derechos?
Una ley de la más pura cepa liberal, proyectada hacia el siglo XX, cuando el liberalismo se forjaba en la línea de la Declaración de los Derechos del Hombre; creía, sostenía y trató de llevar a la práctica la idea de que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.
En el año 58 del siglo pasado mi padre ya era profesor de secundaria, y yo iba a los primeros grados de la primaria Normal Nacional, que quedaba al frente de mi casa. Mi padre era hijo de inmigrantes pobres, y se llamaba Antonio. No le decían Anthony, ni siquiera Tony. Le decían Tunín, forma dialectal del diminutivo Tonino. Era un pueblo gringo, donde ni siquiera el profesor de inglés era inglés, sino un alemán malhumorado. Un inmigrante más entre tantos “gallegos” y “tanos”, algún “ruso”, dos franceses, y este hombre escapado de los nazis, a quien la escuela pública laica le dio trabajo y pertenencia. La poca paciencia que le recuerdo se ve que ya la traía de familia, de cultura rígida o de irritación propia nomás.
Era el gobierno de Frondizi, y una gran huelga constituyó un hito en el proceso de luchas de la docencia argentina, consolidó un mecanismo de resistencia que se continuaría ante todo avasallamiento: lucha en la calle, asambleas, plenarios y formación de las organizaciones sindicales.
Como todas las huelgas y todas las luchas por derechos, había quienes se sumaban, y quienes no. Mi padre hacía huelga, mi maestra no. De modo que los niños y niñas de ese grado estábamos llamados a clase.
Me recuerdo sentada frente a mi padre, en el comedor de diario de la casa familiar. Él me explicaba los motivos por los cuales no me mandarían a la escuela y que vendría una compañera a traerme los deberes todos los días. ¿Si ella iba, por qué yo no?
Realmente no entendía, aunque mi padre hablase de coherencia, de convicciones, de lucha, de peleas por derechos. Yo simplemente lloraba porque quería ir a la escuela, no sabía que quería decir que mi maestra fuera una “carnera”, y me parecía justo que ella diera clase e injusto que no me dejaran asistir.
Pero parece que todo lo que dijo mi padre en esos días (y sostuvo siempre) quedaron grabados a fuego en mi subconsciente, porque afloró lozano unos años después. Cuando entendí qué era el derecho a la educación laica, libre y gratuita, qué era cursar todos los niveles en una escuela pública, qué era estudiar en una universidad pública como la de Córdoba.
Estudiar, discutir, pensar, protestar y salir a la calle cuando fuese necesario.
Ahora vamos a la calle de nuevo. Yo llevo en el corazón la bandera de mi padre.
Mis hijas caminan a mi lado, me dan una mano y llevan en la otra una pancarta que dice: “Escuela y Universidad para todes / y al que no le gusta / se jode se jode”.