El día del taller

La diferencia entre los talleres de escritura y los talleres literarios.

El día del taller

Una amiga, profe de Lengua y Literatura, me reenvía el mail que acaba de recibir de España. Le avisan que ha ganado el primer premio en el concurso de cuentos en el que participó.

– ¡Qué buena noticia!
– Cómo no compartir semejante alegría con mi profe.
– Tengo que leerte.
– No es un premio nada prestigioso, pero ¿me harías una devolución del cuento? Sin filtro.
– Por supuesto.

Tiempo atrás, otro amigo me había escrito porque lo habían contactado de Italia, de un municipio ajeno a mis precarios conocimientos geográficos, para publicarle un relato en una antología de historias de inmigrantes. A sus más de ochenta años, este tipo de reconocimientos lo alientan en su incipiente carrera de escritor.

Ambos escriben desde hace años. Nos conocimos en alguno de los talleres de escritura que, desde hace años, suelo coordinar en librerías, centros culturales o, desde la irrupción de la pandemia, de manera virtual.

La primera vez, me habían invitado del CEPRAM (siglas que corresponden al Centro de Promoción del Adulto Mayor, una asociación cordobesa que brinda un sinfín de actividades, desde pintura hasta astrología). Yo nunca había asistido a talleres de escritura, tampoco los había dictado, pero mi experiencia docente me hacía creer que podía enseñar los artificios literarios que más o menos conocía.

Además, en este caso había una gran diferencia: quienes iban ahí, los “alumnos”, querían tomar clases, es decir, habían decidido meterse en esto de la literatura por voluntad propia, algo que, en la educación primaria, secundaria (y, a veces, universitaria) no pasa casi nunca.

En mayo, comenzaron treinta personas. Llevé algunas lecturas, propuse ejercicios para soltar la mano. Me volvía a casa con los textos que escribían y les dedicaba un buen tiempo de lectura y corrección. Al siguiente encuentro, les hablaba de los errores frecuentes, de las dificultades propias de quien se inicia en la escritura, de la necesidad de no caer en lo obvio, en el lugar común.

Para septiembre, en el taller éramos doce. En la foto que sacamos a fines de noviembre, cinco.

Más allá de que cada deserción representaba una merma considerable en mi salario, la experiencia me sirvió para revisar lo que estaba haciendo. Había algo que no funcionaba en mi manera de encarar aquel espacio para la escritura.
Pronto me di cuenta de que hay talleres de escritura y talleres literarios. Parecen lo mismo, pero no lo son.

En los talleres de escritura, creativa o autobiográfica, la necesidad gira en torno a la expresión: tengo algo adentro, no sé bien qué es, o tal vez sí lo sé, pero no encuentro la manera de traducirlo en palabras. La motivación de quienes asisten a estos talleres es contar algo que resuena en su interior, más allá de que se realice como un poema, un cuento, un ensayo o una crónica autobiográfica.

El taller literario, en cambio, está relacionado con una búsqueda estética. El deseo gira en torno a mejorar la propia escritura, a adquirir cierta capacidad (auto)crítica, a darnos cuenta de los puntos débiles que atraviesan nuestro vínculo con el lenguaje, a descubrir y llevar a la práctica recursos insospechados. Acá, el objetivo es el equilibrio. ¿Cómo consigo decir lo que quiero decir? ¿Cuál es la forma más adecuada?

Las dos posibilidades son válidas y hay diversas alternativas para iniciarse en el terreno de la escritura.

Es cierto que, en la actualidad, las actividades recreativas van quedando postergadas ante necesidades económicas más urgentes. La realidad, que se revela hostil con el bolsillo, nos lleva a sobrecargarnos de trabajo para llegar a fin de mes. A un lado quedan las ganas de hacer otras cosas, cosas que no generan ingresos, en apariencia inútiles, improductivas.

Y, sin embargo…

Solamente en la ciudad de Córdoba, escritores y escritoras notables como Martín Cristal, Marianela Jiménez o Fabio Martínez, entre muchos más, arman grupos en los que se reúnen distintas identidades, generaciones, trayectorias. Y pese a cualquier diferencia, en todos y todas resuena la necesidad de encontrarse con la palabra, la palabra propia, sí, pero también la de otros y otras.

Existen libros que exploran en el campo de la escritura, ensayos en los que se exhibe la “cocina” de la literatura, la experiencia de trabajo de escritores y escritoras que han decidido compartir los avatares de su profesión. Versan sobre distintos géneros y contemplan situaciones frecuentes, como el enfrentamiento a la página en blanco, e incluso proponen ejercicios para soltar la mano.

Ahora bien, ir a talleres es algo diferente, complementario y, al mismo tiempo, liberador. Porque nos pone en acción, nos obliga a salir de nosotros mismos y, de esta manera, se deshace el mito de la escritura como acto individual, que empieza y concluye en soledad. La mirada externa muestra, cuando se hace con generosidad y cautela, cuál es el abismo que existe entre lo que queremos decir y lo que terminamos diciendo por escrito.

Esos primeros lectores, que no nos quieren tanto como para llenarnos de elogios (honestos) pero que tampoco nos desprecian como para llenarnos de elogios (deshonestos), nos invitan a revisar nuestros textos, a mejorarlos.

Antes de terminar esta nota, me suena el celular. Aquel querido amigo, que tiene un relato autobiográfico publicado en Italia, había confirmado su lugar en el próximo taller que empezaré. Se disculpa, tiene que cancelar.

– Me había anotado, pero resulta que no estoy –dice.

Leo un par de veces el mensaje. En esas ocho palabras, tal como están escritas, hay un cuento.

– No hay drama –respondo. Cuando vuelva de ver a sus hijos, tendremos más historias para trabajar.

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