Siempre se escucha la queja de que en filosofía usamos palabras raras, o de que hablamos de cosas abstractas. Pero nadie protesta cuando en el consultorio médico o en el estudio jurídico usan palabras incomprensibles. No me detendré en la flagrante injusticia que tal discriminación representa para con mi pobre gremio filosófico. Pero sí me sirve para defenderme, porque voy a usar una palabra rara, con un significado distinto al que le damos cotidianamente.
“Trascendentales” les decían en el período escolástico a las propiedades que tenía el ser (otra palabra rara, que en este caso no se refiere a la marca de un yogurt, sino a la realidad en su conjunto).
Ya desde la filosofía griega se planteaba que todo lo que hay tiene algunos atributos comunes, y en la Edad Media se discutió mucho para identificar cuáles eran, encuadrándolos bajo esa palabra, “trascendentales”.
Más allá de las diferentes posiciones, se pensaba que hay algunas propiedades comunes para todo lo que existe: es algo, es bello, es bueno, es verdadero.
Pensaban que contemplar correctamente la naturaleza nos permitiría abrirnos a su verdad, reconocer su bondad y admirar su belleza. Consideraban estas características vinculadas entre sí, por más que sean diferentes las facultades humanas que accedían a ellas.
Y, finalmente, consideraban que la fealdad, la maldad o el error no eran problemas en las cosas, sino una falta de algo que debería estar ahí (esa es la versión “seria” de que “el mal no existe”), o un error en nuestro juicio humano.
La actualidad de lo viejo
¿Por qué recordar esta idea tan lejana, que “ya fue”? Primero, porque es importante saber por qué su sentido quedó anticuado; y, segundo, qué efectos tuvo que se la haya liquidado.
La Edad Moderna hizo una separación de lo que decimos sobre el mundo en tres compartimentos: lo que la ciencia puede juzgar como verdadero o falso; lo que moralmente juzgamos bueno o malo; y lo que estéticamente valoramos bello o feo.
La verdad, la belleza o la bondad ya no estaban en las cosas, sino que eran afirmaciones que la conciencia humana hacía sobre las cosas. Además, se accedía a ellas por vía distinta, y respondían a realidades distintas.
Esto fue una liberación notable para la ciencia y la técnica. Ya no estaban atada por una “realidad” a la que había que obedecer. Se podía tantear las cosas para ver qué resultados daban, sin tener que responder a una norma moral interior a ellas. Ya no hay una finalidad: la ciencia es libre. Además, la ciencia es poder, como escribe Francis Bacon. Había desencadenado sus fuerzas.
La moral devino algo que autónomamente construimos los seres humanos, independiente de otra realidad. Entonces, cada vez que el discurso moral se abalanza sobre el trabajo tecnocientífico, éste siente una especie de corsé que se le impone desde afuera, de modo arbitrario e injustificado.
No todas fueron rosas
El problema es que hubo también efectos horrorosos de esa liberación. Por eso, el poeta Hölderlin pregunta “¿Hay una medida sobre la tierra?”, y con desánimo responde: “No, no la hay”. El ejemplo extremo se vio en las experimentaciones de los campos de concentración, aunque hubo muchos casos antes y después también.
En esa línea, la crisis ecológica causada por nuestras propias capacidades técnocientíficas conlleva la misma pregunta: ¿con qué criterio vamos a imponerle un límite a nuestras intervenciones? ¿No es ese límite una intervención inadmisible?
No se puede retroceder en el tiempo. Ya no nos convencen esos “trascendentales” que suponían que la contemplación de la naturaleza nos permitiría acceder a su verdad y sería el punto de partida para ordenar nuestra acción.
Pero la separación radical entre lo que tenemos que hacer y lo que sabemos, entre nuestro poder y nuestro deber, tampoco parece una buena idea.
¿Cómo hacemos para superar esa separación? Hay una respuesta pequeña pero potente, que se puede resumir con otra palabrita igualmente cargada filosóficamente: el “sentido”.
También es una palabra que se usó en muchos modos, aunque aquí significa una mezcla del “para qué” y el “hacia dónde”.
Los efectos de las intervenciones tuvieron algunos resultados extraordinarios y otros espantosos. Pero ¿para qué fue todo esto? ¿Qué sacamos con todo esto?
Incluso ante los supuestos beneficios, ¿qué respuestas o vacíos dejaron todas esas capacidades instaladas?
Cuando se plantea la cuestión del sentido, la ética deja ya de ser un corsé o un límite puesto desde fuera y comienza a pensarse al interior de todas las actividades. Yo me volví para mí mismo la gran pregunta, decía san Agustín, y esa pregunta no se resuelve acudiendo a esas notables capacidades científicas.
El conocimiento, la tecnología, el arte, las múltiples actividades humanas mantienen la pregunta, sostienen un hueco en su interior. Claro que mirarlo es como ese abismo que te chupa y no siempre es agradable. Se puede seguir a Freud y pensar que quien pregunta por el sentido de las cosas está enfermo, porque las cosas no tienen ninguno. Pero también se puede pensar que quedarse en el sinsentido nos enferma todavía más.
Y por eso construirlo es imprescindible.