La respiración artificial de Andy Warhol y Ricardo Piglia

Por Franco Gatica

La respiración artificial de Andy Warhol y Ricardo Piglia

«The Andy Warhol Diaries” propone un trip melancólico.

De los suburbios de Pittsburgh, tercer hijo de un matrimonio de inmigrantes eslovacos, el hombre trabajador en minas de carbón, la mujer en el remiendo y la crianza, taciturnos ambos, al centro mismo de Manhattan y los flashes: el frío parecía seguir a Andrew Warhola (1928-1987) a donde éste quisiera ir. ¿Qué hubiera sido si…?

Una “máquina sin emociones”. En mayor o menor medida, más temprano o tarde, con alternados grados de consciencia e inconsciencia, todos sentimos en algún momento la soledad irreductible de nuestra particular existencia.

Esa es una de las ideas que domina la miniserie montada a partir de los diarios de Andy Warhol: no sólo la suya, su soledad aguda, agravada por transcurrir en un entorno de cientos de personas y aduladores, una aglomerada soledad, sino también la de quienes experimentaron con él el auge de la revista Interview, las discotecas, el circuito comercial y artístico que convertiría a Warhol en una industria, “a new brand”; todos ellos -quienes dan testimonio en el documental- prefieren ahora un lugar de reparo, procuran no exponerse demasiado a la melancolía.

A lo largo de su última década (1976-1987) Warhol dictó, en un formato de sesiones de análisis en línea, sus sentimientos y pesares a Pat Hackett, quien luego editó, en forma de diario, aquellas comunicaciones. El monopolio del entretenimiento mainstream, Netflix, recrea ahora al propio Warhol, con hermosas imágenes de archivo, con testimonios y tópicos que en algún tramo pueden resultar dilatados (la miniserie consume seis horas repartidas en seis capítulos).

Lo más logrado, creo, es haber resucitado la dicción del artista: con un banco de fonemas, y algunos retoques digitales, la voz surge en presente para la lectura de fragmentos del pasado. “Las máquinas tienen menos problemas. Me gustaría ser una máquina, ¿a ti no?”

El drama íntimo de Warhol, su tensión psicológica, respira gracias a la inteligencia artificial, dos términos que parecen conformar un oxímoron pero que, paradójicamente, habilitan aquí la inestabilidad, el nervio de lo vivo al término de cada frase: es un robot quien habla, pero también un humano, el hombre que se desfigura en las dificultades de su capacidad emocional, el que solo por teléfono puede nombrar su tormento, el que busca conjurar en el lenguaje un malestar profundo.

“Solo soy un bicho raro. No estaba muy cerca de nadie, aunque supongo que quería estarlo”, dice “a human voice” de Warhol, recreada a partir de 3 minutos y 12 segundos de datos de audio, sobre imágenes de una New York que va mutando con el cambio de las décadas: nieve, tendencias, drogas y el rictus de pánico en la gente de su entorno producto de la epidemia del VIH a principios de los 80.

La voz de Warhol -decir “la voz”, creo, es justo- emerge plana, apenas nerviosa, suavemente metálica. La reconstrucción resulta exitosa porque se puede escuchar la duda, la vacilación al cierre de cada frase: tan palpable la falta de certezas con que vivió su intimidad y su goce, que hasta el robot puede autenticarla.

Hay una línea que recorre los tres tomos de los “Diarios de Emilio Renzi”, de Ricardo Piglia (1941-2017), un escenario que tiene la potencia de la pregunta sin respuesta: “¿Qué hubiera sido de haberme quedado en Adrogué…?” “¿Qué hubiera sido de mí si me hubiera quedado en Pittsburgh…?”

Los diarios de Warhol me llevaron rápidamente a los de Piglia y sus 327 cuadernos. Diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica, sus últimos cuatro años fueron de los más prolíficos para el alter ego de Emilio Renzi (¿o es al revés: Renzi, alter ego de Piglia?).

Según su última mujer, Beba Eguía, trabajaba a un ritmo de 12 horas diarias, ultimando su “autobiografía futura”, como llamó a sus diarios. La ELA, degenerativa, produce una parálisis muscular progresiva pero no afecta las facultades mentales. Piglia también necesitó ayuda de los robots para respirar, escribir.

“Ya no puedo escribir”, el testimonio de su caligrafía en el proceso de rescatar del olvido sus diarios de juventud, iniciados en 1957, a sus 16 años, retratado en la magnífica película 327 cuadernos, de Andrés Di Tella. ¿Cómo escribir cuando ya no se puede hacerlo?

«Primero dictaba y luego escribía el texto con un software visual, un ordenador en el que se escribe con la mirada», explicó en su momento Guillermo Schavelzon, quien fuera su agente.

El dictado de Google y los softwares de inteligencia artificial, las armas de Piglia para dar forma -contrarreloj- a sus textos del futuro, su posteridad. Antes de morir planificó minuciosamente el calendario de publicación de sus textos póstumos: el tercer tomo del diario, ensayos, algunas aventuras del comisario Croce.

Se lee en “La ola que lee” (Random House), la compilación de críticas y reseñas de César Aira: “Escribir”, ha dicho el poeta Rodolfo Fogwill, “es crear un espacio en el que se pueda escribir”.

Fogwill también continúa enviando señales desde el más allá: me topé en Twitter con la mención de que su página web, fogwill.com.ar, diseñada por él mismo antes del 2000 (¿el primer escritor en tener web en la Argentina?) está activa, impertérrita, totalmente indiferente al avance del diseño ux, brindando una casilla de mail para consultas.

¿Te gustaría ser un robot? Dale máquina, nada te detiene.

 

La miniserie The Andy Warhol Diaries está disponible en Netflix. Diarios de Emilio Renzi, editados por Anagrama, se consiguen en librerías y tiendas on-line.

Salir de la versión móvil