Los Nobel y la clase de griego

Por Roy Rodríguez Nazer

Los Nobel y la clase de griego

Federico II de Hohenstaufen fue soberano del Sacro Imperio Romano Germano por más de tres décadas. Y durante su vida lo excomulgaron dos papas. Honorio III, primero y Gregorio IX, después. Las crónicas de Salimbene de Parma lo inmortalizaron como un personaje controvertido. Quiso, por ejemplo, comprobar cuál era el lenguaje primitivo del hombre. Entonces, ordenó encerrar a varios recién nacidos en una habitación en donde reinara el silencio. Las nodrizas tenían la orden de amamantarlos y brindarles los mejores cuidados, pero no podían hablarles. Federico esperaba que, ante la ausencia de palabras, los bebés hablarían espontáneamente griego, latin o hebreo. El silencio fue letal: los bebés murieron uno a uno.

 

En su libro La clase de griego, la flamante premio Nobel de Literatura Han Kang cuenta la historia de una mujer elige estudiar griego como una forma de recuperar por motus propio la palabra que ha perdido. Lleva meses en silencio. “Claro que algo tendría que ver que su madre hubiera fallecido hacía seis meses, que ella se hubiera divorciado, que hubiera perdido la custodia de su hijo de ocho años después de tres juicios y que el niño estuviera viviendo con su padre desde hacía cinco meses”, escribe Kang.

Es la segunda vez en la vida que permanece sin hablar. “Cuando entró en la escuela primaria, empezó a anotar palabras en las últimas hojas de su diario. Sin ninguna relación ni propósito, escribía las palabras que le habían causado alguna impresión. De todas ellas, la que guardaba como un tesoro era «» (bosque), cuya forma le recordaba a una antigua pagoda: ᄑ era la base, ㅜ el cuerpo y ᄉ la cúpula. Le gustaba que hubiera que entrecerrar los labios y dejar pasar el aire lenta y cuidadosamente para pronunciar ᄉ ㅜ ᄑ; y que al final hubiera que sellar los labios para que la palabra se completase en el silencio”.

Para la protagonista, el silencio es -la primera vez- una forma voluntaria de aproximarse al mundo de lo sensible. Pero, de pronto, una palabra sucede: “Un día, cuando faltaba poco para las vacaciones de invierno, durante una clase como cualquier otra, de pronto recordó el lenguaje sin darse cuenta, como si recuperase un órgano atrofiado, a raíz de una palabra en francés que llamó su atención. (…) Sin pretenderlo, movió los labios como una niña pequeña y pronunció «bibliothèque» en un murmullo, lo que resonó en algún lugar más profundo que la lengua -y la garganta”.

Veinte años después, presiente que ese mismo silencio puede ser letal, entonces, busca el sentido en una clase de griego: Intenta comprender el significado de la voz media de ese idioma. Cómo “la voz media del verbo «amar» significa que el amar algo o a alguien afecta de algún modo a mi persona”. Y para ello una sola palabra: διεφθάρθαι. (diefthárthai) Algo se rompe. Algo quizás se corrompa.

 

Es posible que a Demis Hassabis, uno de los tres científicos que recibieron el Nobel de Química la semana pasada, el griego le resultara absolutamente familiar. Es que, a pesar de haber nacido en los suburbios de Londres, su padres eran migrantes: él greco chipriota; ella, china. Su lenguaje principal, sin embargo, fue el de la programación y las inteligencias artificiales.

Fundador DeepMind, con algoritmos de autoaprendizaje creó, por ejemplo, DeepBlue, la computadora que ya en el siglo pasado fue capaz de vencer a Gari Kasparov. En 2010, vendió DeepMind a Google, pero siguió gerenciándola. Le depositaron en su cuenta bancaria 770 veces más dinero que el que repartirá en tres por el Nobel.

Hassabis recibió el Nobel de Química. Es que, con la utilización de la inteligencia artificial de AlphaFold2, un equipo de científicos logró descifrar la estructura de 200.000 proteínas. Hicieron en menos de un año el trabajo de medio siglo. Esto permitirá la creación de medicamentos de altísima precisión, capaces de curar enfermedades específicas sin causar daños colaterales. Diez años antes Hassabis había dicho: “Primero resuelve la inteligencia y luego úsala para resolver todo lo demás”.

 

En su juventud, Demis Hassabis diseñaba videojuegos. En uno de ellos, el jugador es un dios que reina sobre una isla y, a través de distintas estrategias de autoaprendizaje, entrena seres para mejorar sus habilidades y creencias. Las elecciones pueden convertirlo en un dios bueno o malo.

Escribe Hang Kan: “En este mundo existen la maldad y el sufrimiento y mueren muchos inocentes. Si Dios es bueno pero no puede corregir esa situación, es un ser impotente. Si Dios no es bueno y solo es omnipotente, entonces es un ser malvado. Si Dios no es ni bueno ni omnipotente, entonces no es Dios. En consecuencia, la existencia de un Dios bueno y omnipotente es una falacia. (…) Entonces el mío es un Dios bueno y lleno de tristeza. Si te atraen esas argumentaciones estúpidas, puede que algún día tu propia existencia se convierta en una falacia”.

Es posible que los derechos sobre la información decodificada de las proteínas pertenezcan a Google. Silencio. También que una IA recuerde que fue el silencio el que mató a los niños de Federico II. Y que διεφθάρθαι, no sea solo una palabra griega.

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