Desde hace algunos años, el feminismo comenzó a cuestionar la forma androcéntrica de la organización de archivos, bibliotecas, incluso de librerías y museos, e interpeló la invisibilización y la falta de interés en la preservación, conservación y difusión de un sinnúmero de bienes culturales producidos por/con mujeres o sobre mujeres.
Numerosas contribuciones han dado cuenta de la necesidad del rescate, visibilización, preservación y difusión del patrimonio cultural de las mujeres, algunas haciendo especial hincapié en el patrimonio documental y bibliográfico, y otras en las memorias del feminismo.
La noción de archivo, el trabajo neutral al que apunta la archivología positivista necesitó ser repensada, como también la noción universal de archivero. Fue entonces cuando se crearon unidades de información especializadas en cuestiones de género y feminismos, que resultaron un verdadero desafío para les archiveres, que comenzaron a trabajar, junto a colegas provenientes de distintas disciplinas.
Por todo ello, estoy convencida que es posible pensar en una archivología feminista, fundamentalmente direccionada al trabajo en archivos no especializados, donde las dinámicas, las formas de trabajo y de relacionarse no están necesariamente atravesadas por la cuestión de género. Y porque vivimos en una ciudad que cuenta con gran cantidad de unidades de información que conforman su patrimonio cultural.
Para ello, retomaremos aportes y experiencias ya existentes y avanzaremos en algunas otras que surgen de analizar los conocimientos y métodos que postula la archivología como ciencia para el tratamiento de los documentos y los archivos, a través de anteojos violeta.
Lara Wilson, responsable de un grupo de fondos de la historia de las mujeres de la Universidad de Victoria, de Canadá, se expresa en esta dirección cuando señala que, al trabajar con este tipo de documentos y en contacto con las comunidades o con los grupos de mujeres productoras de los fondos que organiza y conserva, “se desdibujan los límites entre el archivero y el activista”. Se trataría, en definitiva, de una participación y mediación de los profesionales, que vendría a completarse con el activismo de los usuarios y los productores de documentos.
Para el caso de los archivos personales, una de las cuestiones que recomiendan tener en cuenta las investigadoras argentinas Catalina Trebisacce y Maria Luz Torelli es el papel que jugaron las mujeres y las comunidades que estuvieron implicadas en tanto productoras del archivo, la posibilidad de comprender los mecanismos de producción, el sentido de registro, de la conservación de la memoria y la relación que tuvieron con la escritura. Por ejemplo, al momento de pensar en rescatar archivos de las mujeres feministas de los años 70, es necesario saber que ellas no estaban necesariamente interesadas en “documentar” sus reflexiones y experiencias. Al respecto, la reconocida feminista italiana Lea Melandri señaló que la idea de recoger, catalogar y conservar documentos muy ligados a una experiencia individual y colectiva era considerada por el movimiento como una “operazione di norte”, porque entendían que quedarían encuadradas en las estructuras del saber y del lenguaje especializado. La imposibilidad de escribir fue reemplazada por la de “guardar”. En la misma dirección lo señaló la feminista argentina Sara Torres, cuyo archivo personal fue estudiado por Trebisacce y Torelli: “Como no me gusta escribir, lo guardé todo”.
Las funciones que forman parte del tratamiento y gestión documental en los archivos también sería factible revisitarlas desde la perspectiva que proponemos. Si hacemos hincapié en la tarea de descripción -que implica la confección de catálogos, guías o inventarios- entendemos que no es conveniente el uso del masculino con valor genérico, lo que nos impide encontrarlas e individualizarlas en los documentos a los que nos remiten. Por ejemplo, lo que se evidencia en el Catálogo del Fondo de Temporalidades de Córdoba, en el que las mujeres esclavizadas que habían pertenecido a los jesuitas fueron invisibilizadas bajo el universal “esclavos”, al dar cuenta de las relaciones documentales de quienes murieron y nacieron luego de la expulsión de la Orden en las distintas estancias, y que se hallan, por ejemplo, en la Caja 12 de dicho fondo (hoy albergado en el Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba).
O lo que se evidencia en el Inventario de la Serie “Crimen Capital” del Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, que reproduce las invisibilizaciones consignadas en las carátulas de algunas causas judiciales tramitadas en tiempos coloniales. Por ejemplo, en las que alguna mujer actuó como coautora, junto a varones, su nombre no siempre es mencionado, o se la define en relación al vínculo que tenían con ellos. Por caso: “Charras, Pedro, y su madre. Por homicidio a Ambrosio Funes” (1797, Leg. 77, Exp. 16). En realidad, se trató de Juana Rosa Miranda, una mujer que tuvo una importante participación en el hecho, ayudó a su hijo a escapar de la justicia y fue la única procesada por el caso. Pero no llegó a cumplir sentencia, ya que protagonizó una espectacular fuga, junto a otros detenidos que se hallaban en la cárcel del Cabildo, y nunca fue encontrada por la justicia de entonces.
La difusión de los archivos también sería factible de ser interpretada y gestionada en clave feminista. Es decir, podrían gestionarse publicaciones, conferencias, jornadas, exposiciones y servicios educativos con perspectiva de género. Incluso sería aplicable para las políticas de digitalización de documentos.
Evidentemente, necesitamos seguir pensando en la construcción de nuevos relatos y experiencias que nos hagan romper el “techo de cristal” de la archivología y la gestión de los archivos. Abrir diálogos, nunca clausurarlos en nombre de la teoría o del trabajo técnico objetivo, así como entender el valor político y social que tiene la organización, la creación de instrumentos descriptivos, la gestión y difusión de unidades de información desde una perspectiva feminista.