Sobre El cielo de nuestras casas, de Miguel Ángel Barroso. Antipop editorial. 2024.
El cielo de nuestras casas, ópera prima de Miguel Ángel Barroso, es una ola de frescura que se suma al panorama literario actual. Me sucedió con Antena, de Francisco Marzioni, con Una nueva teoría de los estados, de Emiliano Baigorri Theyler, con Inundación, de Eugenia Almeida, con El derrumbe de los tulipanes, de Lily Chávez, con Géminis, de Gabriel Pantoja, con Construcción de la lengua, de Hernán Tejerina, entre otros: no sólo textos pensados, bien escritos, sino con el aditamento de la misteriosa impresión que deja la lectura, ya que ¿cuándo terminamos de leer un texto?, ¿cuando recordamos retazos de lo leído una vez que lo ponemos en el estante de la biblioteca?, ¿cuando vivenciamos algo y se nos aparecen imágenes que recaen en parte de lo leído?
En este libro la impresión pasaba de un cuento al otro: y sería fácil decir que solamente por sus zonas temáticas, duras y crudas, de iniciaciones obturadas y desgarros del crecimiento; la impresión pasa por la sutileza con que las voces narradoras despliegan la germinación del conflicto en cada cuento. Barroso lustra con su prosa los poros de situaciones cotidianas -generalmente ocurridas en la pampa rural, pueblerina- para sacar un brillo que de cerca está plagado de una ignominia aparentemente natural. Sus cuentos tienen sabor a Antiguo Testamento sureño, a sordidez imparable, aunque por momentos inocentes.
Se puede ser hondo flirteando con la literalidad de los sucesos narrados. Los cuentos de Barroso son estocadas que tienen la cualidad de terminar antes de terminar. Me explico: en “La peluca de Mancini” el derrotero de Tomy entra en una espiral fugitiva que se vuelve la consumación de la ajenidad de la experiencia. Tomy “lo que tenía claro era dónde no quería estar” pero su decisión lo lleva a un lugar y a una experiencia a la que tampoco quiere llegar. Ese cuento tiene una reedición en el que da título al libro, en medio de un campamento de cierre de la primaria, donde la voz narradora nos contará algo que ni su mejor amiga sabe. En “La primera noche de los muertos” el personaje niño y adolescente obedece, observa conscientemente y participa en lo que su mamá hace junto a la Leti para no dejar morir del todo a la abuela. Si a un cuento se lo puede diseccionar en algunas de sus frases porque allí condensan el sentido de la historia, ese cuento pasa la prueba. En “Arambel”, tales frases son: “Bruno sintió las manos pesadas que lo empujaban hacia arriba”; “A Bruno le corrió algo por el cuerpo. Algo que no lo incomodó”; “Quiso llorar. Pero esta vez no era angustia. Era otra cosa y no supo qué”. El despertar de hacerse cargo de las sensaciones rodea con sutileza “Arambel”.
Ya Rulfo, ya Akutagawa, y tantos otros han hecho hablar a los personajes muertos; Barroso lo hace con una precisa intimidad cotidiana en “El amigo de Maxi”. La atención puesta en cuestiones banales de la voz femenina frente a la atrocidad del acontecimiento surte ese efecto inquietante en la lectura. Si “El cielo es uno solo”, la casa del autor deja que entre el viento sur poniendo la piel de gallina en una prosa límpida, aunque por momentos reiterativa. Si la curiosidad mató al gato, en “Juguetes para compartir” el refrán es explícito. Barroso coloca en un lugar algo que está en otro: la cara de la tía de Pedrito esconde (pero paradójicamente muestra) el dolor de su hijo, encerrado en su casa por problemas que tuvo al nacer y que lo dejaron incapacitado para -entre otras cosas- jugar con su primo. “Los ojos tristes de la tía siempre me habían impresionado”, piensa para nosotros Pedrito. Un poco más adelante “Los labios fruncidos como si alguien desde su garganta tensara de ellos”. Cuando Pedrito logra evadir los controles para ir a ver a su primo Ricky, la tía logra estar un paso más adelante y le ofrenda el juguete (que tiene el primo) para su hijo; Pedro siente la mano de su tía en el hombro y en la oscuridad, “-Qué bueno que hayas venido. Ricky se siente tan solo -dijo y me pareció que su voz se había deformado”. El crecimiento (donde curiosidad es una hermana privilegiada) es oscuridad para Barroso.
El cielo de nuestras casas es un libro que mantiene una voz narrativa clara y con proyección. Porque la invasión de aquello que desconocemos pero experimentamos -voluntaria e involuntariamente- puede ser tan hórrida como el monstruo más espeluznante. Al leer estos relatos -breves como puñales rurales todos ellos- descubrimos que la perspectiva desde donde elige contar las historias el autor envuelven la materia narrada de una armonía formal que no sabemos en qué momento termina para pasar al “otro cielo”, el del infierno de nuestras casas tan humanas.