Una historia de monstruos

Por María Ximena Rodríguez

Una historia de monstruos

La novela “O filho de mil homens” (El hijo de mil hombres, 2017) escrita por el autor portugués Valter Hugo Mãe, nacido en Angola, narra en 20 capítulos una historia de monstruos, entendiendo lo monstruoso como una excepción a la norma, sea por falta de estética o por desvío de conducta. Por una razón u otra, la figura de lo monstruoso es, como sostiene Foucault, una figura del espanto que ha atravesado un umbral que provoca en los iguales un miedo a lo totalmente distinto.

Es lo que acontece con Isaura, una muchacha de nombre “bonito”, cuyo mayor tesoro era su virginidad, la cual cuidaba con obstinado celo, puesto que su madre la mortificaba con pensamientos como: “Si le das todo antes de tiempo, te dejará antes de tiempo y luego te quedarás vieja y solitaria”.

Pese a esas advertencias, un verano Isaura perdió la pureza. Enterado de semejante oprobio, el padre decidió disolver el compromiso, pues para él “la honra de la familia había muerto”. Sumergida en la soledad, Isaura empezó a adelgazar y a tornarse fea, no queriendo ser “ninguém” (nadie); quería disminuir hasta no ser nada. Sin apetito y de aspecto anoréxico, comenzó, parafraseando al filósofo surcoreano Byung-Chul Han, una progresiva alienación de sí misma que la transformó en un monstruo incapaz de sentir su propio cuerpo; extraña y en silencio, esta joven de nombre bonito cruzó el umbral hacia lo diferente.

Articulando lo relatado con el ensayo La expulsión de lo distinto de Han, los personajes de Mãe, ante la ausencia del otro, “imprescindible en cuanto instancia de gratificación”, no pueden generar “el sentimiento de autoestima” y desembocan en una conducta y actitud de desmedidas “autolesiones”.

Sin tanto menoscabo, Crisóstomo, un pescador de 40 años que había fallado en los amores, busca con tenacidad un hijo. Sin este afecto sentía que todo le faltaba por la mitad. En ese afán, este hombre incompleto tropieza con Camilo, vástago de una enana que murió en el parto. Este muchacho, hijo de quince hombres, por ser fruto de una enana y de una lista de quince nombres masculinos, no reunía, al nacer, las condiciones para ser normal. En el momento del parto, el doctor lo tomó entre sus manos y pensó que de ese ser inacabado no nacería alguien aceptable, dado que “no había tenido gestación suficiente para la hechura de un alma”. No obstante, y para sorpresa del facultativo, el niño lloró y, gracias al “choro” (llanto), se salvó de ser un monstruo.

En concatenación con este personaje, su madre, la enana, antes de quedar encinta era concebida como una “Uma coitada” (una pobre infeliz) de unos ochenta centímetros, que inspiraba pena, y por tal motivo recibía la caridad de los normales: “Tómese usted un tecito, hágase un caldito, cúbrase el cuellito, duérmase tempranito”, le aconsejaban las mujeres, entre otros diminutivos.

Nadie pensaba que este monstruito fuera capaz de amar a un hombre, era ridícula la idea de que “una triste enana quisiera amar si el amor ya era un sentimiento raro para las personas normales”. Desde una sensibilidad poética, propia de este escritor contemporáneo, se suma a esta comunidad de monstruos, Antonino, el “marica”, hijo de doña Matilde, una mujer viuda. Este muchacho, intensamente rechazado por su homosexualidad, era víctima de violencia física y moral por parte de los moradores e incluso de su progenitora. Mozuelo “afeminado”, sin padre y sin valentía, era obligado a tornarse viril para no desafiar las exigencias de la sociedad “heteronormativa”, caracterizada -a decir de Han- por “una alteridad inasimilable”, a la cual el “rapaz” (mozo) diferente inspiraba “asco”. Isaura, cuando conoció a este monstruelo, lo consideraba un ser “frágil e inútil como las flores” y le “tenía un cierto asco”. Sin embargo, con el correr de la narrativa, ella va descubriendo en Antonino una nobleza sin igual.

Así, paso a paso, los distintos expulsos se van agrupando: Crisóstomo se une con Isaura y adoptan a Camilo, Antonino da con el amor de otro hombre: o desconocido, y en ese devenir las piezas de este rompecabezas, que parecían “estilhaҫos” (fragmentos) de un espejo hecho trizas, van formando un nuevo cuerpo social, antagónico al poder que hace vacilar “la seguridad” (Han).

Después de silenciar su dolor y de esperar, porque como sostenía Isaura esperar “era un modo de amar”; estos sujetos sufrientes construyen un renovado modelo de familia. Mezcladas “como podían” ya estaban las “familias”; retazos “costurados” (cosidos) con un hilo diferente, pero ahora con corporalidad.

Así, con este aroma, Mãe, vencedor del premio José Saramago, consigue que la fuerza de lo singular irrumpa en una sociedad que execra lo diferente y se apersona en ella como un “estado de reconciliación”, que consigue “albergar en sí todas las singularidades” (Han), y dar hospitalidad a vínculos deshechos e ideas irreconciliables como las de Isaura, que de detestar la homosexualidad, logra despertar ternura hacia lo extraño y ver en Antonino “el mejor ser humano de todos”, porque sabía llorar.

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