Hace ya tres meses, en los días iniciales de la cuarentena, uno de los temas de discusión más habituales era si esta emergencia terminaría por cambiar estructuralmente algunas cosas consolidadas en la cultura cotidiana. Se convirtió en un tópico a partir del libro Sopa de Wahan”, donde algunos de las principales mentes de nuestra generación sostenían esa discusión. También nosotros, en El crepúsculo de las simples cosas”, el libro que edité junto a Pepe Ortega y que publicó la Editorial de la UNC (desde cuya web puede descargarse libre y gratuitamente todavía) convocamos a algunos colegas a que nos dieran su parecer sobre el tópico. Yo intuí que sí, que efectivamente estábamos entrando en un período en que las alteraciones obligadas por el coronavirus modificarían usos y prácticas que redimensionarían su utilidad en períodos post pandémicos.
Sigo manteniendo esa idea, aunque, claro, lejos de los extremos de Zizek, que soñaba que el Covid-19 venía a enterrar el capitalismo y a despertar un nuevo colectivismo. No, la modificación de las costumbres no alcanzará a revolucionar los cimientos del poder mundial, tal como quedaron bosquejados desde el fin de la Guerra Fría; tampoco llegará a calar en las relaciones de intercambio como para hacer saltar el sistema económico. Pero, sin necesidad de llegar a esos límites, sí es evidente que este tiempo nuestro está pariendo cosas nuevas, que no estaban en ningún programa ni en ninguna agenda. No pretendo aquí volver a la discusión global, en los términos que anotaba arriba, sino a algo mucho menor, a una ramita de paja, pero que ilustra sobre el alcance de los cambios en el microcosmos de la vida privada: la confección del pan.
La reclusión hogareña empujada por la cuarentena y el aislamiento obligatorio nos ha llevado a una inédita reconsideración de la comida: las alternativas de fast food” se suspendieron de golpe, junto a los bares y a los restaurantes; y si bien los pedidos de comidas por delivery” se mantuvieron en parte, el temor al contagio por la falta de seguridades en la preparación y manipulación de los pedidos los limitó a un margen. Todo ello llevó a que la cocina hogareña volviese a ocupar un lugar de preminencia, que había sido olvidado desde generaciones: las recetas se comparten por las redes, se desempolvan libros de Doña Petrona, se prueban especierías, se experimentan platos que ayuden a transitar el confinamiento, y se muestran los productos en fotos que se viralizan en cantidades inusitadas: las redes sociales de imágenes tienen, en casi sus dos terceras partes de tráfico, fotos de comidas preparadas en casa.
La comida es, en este aspecto, uno de los rasgos que compartimos de la manera más democrática y universal: todos tenemos que comer a diario, y casi todos disponemos, en los lugares donde residimos, de un espacio para cocinar alimentos. Sea en un departamento minúsculo de un barrio populoso de una gran ciudad; sea en una casona extensa y ajardinada de las periferias; en propiedad horizontal, propietaria, inquilina, individual, colectiva, convento, cárcel o dormitorios de estudiantes, una cocina siempre hay. Así, junto al pesar del aislamiento común, parece que nos hemos reencontrado con la alegría de la preparación común de lo que comemos. Y, como rey y protagonista de esta nueva vuelta a los fogones, está el pan. Las técnicas de panadería casera (sean con la más trabajosa masamadre o con la usual levadura de cerveza) siguen siendo, noventa días después de largar la cuarentena, temas estrella de los foros virtuales.
Hacer pan, volver a amasar la comida elemental, podría parecer cosa de nada, un quítame allá esas pajas (locución que no tiene necesariamente ninguna relación masturbatoria, sino que implica algo insignificante, hecho rápidamente y sin mucho esfuerzo, como puede leerse en el mismo Cervantes: Decíale entre otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della…”) O quizás no sea tan poca paja volver a tener entre nuestras manos, como nuestras abuelas, la confección del pan que nos alimenta. Mi amigo Esteban Bondone me manda la imagen que ilustra esta columna, me cuenta que les ha hecho amasar pan a sus alumnos, en su cátedra de Arquitectura: sirvió para entender la complejidad de una cocina, y además una parábola sobre la austeridad de hacer algo importante con pocos elementos. La virtualidad tiene sus barreras, pero sirve, según Tonucci, para dejar la habitualidad y adentrarse en otras dimensiones”, concluye. Lo dicho: este tiempo viene con cambios, que llegaron para quedarse, ninguna paja.