Mauricio Macri es el primer presidente elegido por el voto popular que no proviene del radicalismo ni del peronismo. Su llegada a la Casa Rosada fue casi sorpresiva. En 2015, después de perder la primera vuelta, se impuso en la segunda al candidato del Partido Justicialista y del Frente para la Victoria. De esa manera, puso fin a 12 años de kirchnerismo, enarbolando la bandera del cambio.
Las expectativas fueron muchas, para quienes lo votaron y, también, para quienes habían optado por la continuidad. Sus promesas electorales, primero, y sus anuncios oficiales, después, sembraron ilusiones. Al inicio del último año de su actual mandato, las cosas cambiaron, sin dudas. Pero no mejoraron. Aquel presidente que bailaba y cantaba en el balcón, hoy está solo, sin aliados que lo defiendan, sin respuestas a la crisis y lejos del cambio prometido.
El mensaje del presidente Macri a la asamblea legislativa, el pasado 1° de marzo lo puso en evidencia. Discursos como este son (o deberían ser) una instancia institucional de gran importancia: el titular del Poder Ejecutivo se dirige a los diputados y senadores de la Nación reunidos en asamblea. El primer mandatario debe rendir cuentas del estado general del país, de los resultados de las políticas que ha implementado su gobierno y de las que planifica.
Sin embargo, Macri no pudo escapar al entorno político del año electoral y dio un mensaje propio de un candidato en campaña. Así, perdió otra oportunidad de diferenciarse de su antecesora en el cargo. Lejos de hablar como el estadista que lidera al país para salir de la crisis en la que estamos, lo hizo como el precandidato de la alianza Cambiemos.
Hace tres años, en ese mismo lugar y en esas mismas circunstancias, el por entonces flamante presidente hizo tres promesas: pobreza cero, derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos. Lamentablemente para él, para el oficialismo y para el país, aquellas grandes promesas han sido incumplidas. Se puede discrepar sobre las explicaciones o justificaciones de esos incumplimientos, pero no se pueden negar ni disimular.
La pobreza es mayor que la existente al inicio de la gestión presidencial. Estamos muy lejos de derrotar al narcotráfico y la inseguridad sigue siendo el principal problema que preocupa a los argentinos (desplazado solamente por la inflación). La grieta política se ha profundizado, entre otros motivos, por la estrategia de confrontación que el kirchnerismo y el macrismo han elegido para las próximas elecciones.
La autocrítica ausente
El presidente Macri perdió la oportunidad de hacer una autocrítica que era (y sigue siendo) necesaria. Hace un año, de cara a la misma asamblea legislativa, dijo: “Lo peor ya pasó”. La realidad demuestra que se equivocó. Desde entonces, todos los indicadores sociales y económicos han desmejorado. El reconocimiento de los errores no se limita a decir (o gritar): “Me hago cargo”. Además, hay que rectificar rumbos y, de eso, nada dijo.
La corrupción de los gobiernos que lo precedieron está siendo juzgada en los tribunales. Muchos funcionarios de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández han sido acusados y algunos han sido condenados. La mismísima ex presidenta enfrenta una serie de procesos penales en su contra. Es más, si no fuera por sus fueros como senadora de la Nación por la Provincia de Buenos Aires, estaría privada de su libertad.
Ahora bien, a más de tres años de gestión, no se pueden atribuir todos los males a la “herencia recibida” del kirchnerismo. Por supuesto que hubo y hay problemas “heredados”. Nadie puede dudarlo. Dicho eso, el gobierno de Cambiemos debía resolverlos. Para eso se presentó a las elecciones y propuso un cambio, para eso lo votaron y para eso se hizo cargo de la presidencia del país.
Por otra parte, es demasiado vaga y antojadiza la repetida frase que hace referencia a “los fracasos de los últimos 70 años”, en obvia alusión al peronismo. Es inverosímil sostener que desde la llegada de Juan Domingo Perón hasta la llegada de Mauricio Macri (1945 – 2015) todo ha sido malo en la Argentina. No hay derecho a meter a todos en la misma bolsa, desde los gobiernos populares hasta las dictaduras militares.
Durante el discurso del Presidente de la Nación, la imagen del Congreso nacional fue penosa. De un lado, oficialistas que aplaudían cualquier dicho como si se tratase de una verdad revelada. Del otro, opositores que abucheaban al primer mandatario, actuando como barrabravas y no como representantes del pueblo argentino. Otro motivo para que la gente no confíe en ellos.
Salvando honrosas excepciones, unos y otros perdieron la oportunidad de mostrar una mínima capacidad de convivencia y respeto a las instituciones. Los aplausos de los oficialistas no alcanzan para silenciar la inflación y la recesión. Los abucheos de los opositores tampoco silencian la alarmante falta de alternativas serias. Entre aplausos obsecuentes y abucheos rencorosos, los gritos del jefe de Estado mostraron su soledad y falta de autocrítica.