En 1948 se consagró en la Organización de Naciones Unidas (ONU) la Declaración Universal de Derechos Humanos, que reconoció, en su artículo 13, el derecho a que toda persona pueda circular libremente y elegir el lugar de residencia en el territorio de un Estado. Pese a los grandes esfuerzos liberales de los idealistas que forjaron esta Declaración (no vinculante para los Estados) y frente a los procesos de descolonización que rigieron durante la segunda mitad del siglo pasado, la mayoría de los Estados-nación no reconocieron el derecho a migrar” con la misma diligencia que la proclama internacional.
En vistas a ello, en 1966 se lleva a cabo la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, la cual sólo fue ratificada por 88 países, los cuales, en su mayoría, presentaron reservas u objeciones a alguno de los artículos dispuestos por la misma.
A pesar de estos avances, a raíz de la crisis del petróleo y los aumentos en los costos de vida, la mayoría de los Estados occidentales dispusieron restricciones a la movilidad de índole laboral. Tal fue la incidencia de estas regulaciones en el escenario internacional que, adentrados en la década de los años 90, se constituyó la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familias. Pese al esfuerzo, este tratado no fue ratificado por todos los Estados miembros de la ONU; y los que lo hicieron lo realizaron ya adentrados en el siglo XXI y sujetos a una realidad migratoria completamente diferente a la de años interiores.
Los últimos años recrudecieron la realidad de los migrantes internacionales. Según datos publicados por la ONU-DAES, en 1990 existían 153 millones de personas que vivían fuera de su país natal, mientras que para 2020 ese número alcanzó los 280 millones de individuos. Frente a este panorama se encuentra una contradicción imperante: en un escenario de movilidad creciente de personas que traspasan las fronteras, no de uno sino muchas veces de dos o más países para elegir su residencia, teniendo en cuenta el acervado crecimiento de ciudadanos Cosmopolitan” (ciudadanos del mundo”), nos encontramos con la mayor era de controles migratorios que generan escenarios complejos y de una mayor hostilidad frente a los inmigrantes.
Claro está que, si previo al Covid-19 la crisis migratoria en el mundo era compleja, puesto que daba muestra de una gran asimetría entre países ricos y países pobres, zonas de paz y zonas de guerra, países sacudidos por los efectos del cambio climático y regiones que todavía no se encuentran en riesgo, con la pandemia global la realidad de las migraciones internacionales lejos está de mejorar.
Solo en América Latina se prevé que, a causa de la crisis económica, 35 millones de personas caerán en la pobreza; realidad que difícilmente cambien si no pueden trasladarse a otros lugares con una perspectiva futura más promisoria, o que para llevarlo a cabo necesiten enfrentar costos altísimos vinculados a los certificados sanitarios requeridos.
Ahora bien, el problema actual no radica en las alternativas que puede tener una persona para elegir a dónde trasladarse, sino en cómo puede llevarlo a cabo. Lo que trae aparejado un inconveniente aún mayor, que no está siendo contemplado por la alta dirigencia política de la región, y atiende al aumento del contrabando de migrantes y trata de personas. Una red no tan nueva para América Latina, pero que tiende a acrecentarse y establecerse en el sub continente.
Para mal, Argentina no es la excepción, puesto que, si se analiza que el gran flujo migratorio proviene de sus países limítrofes, principalmente por dos pasos fronterizos: La Quiaca y Puerto Iguazú, hay que ver si la tendencia del Cono Sur a cerrar totalmente las fronteras por medidas sanitarias puede generar a futuro un problema aún mayor, como sería la apertura de vías ilegales de entradas de migrantes, con el aumento de redes vinculadas al crimen internacional. Se debe tener en cuenta que, previo a la pandemia, el ingreso terrestre de migrantes alcanzó los 6.000 diarios, cifra que actualmente mermo a solo 20 o 30 personas por día.
Esta problemática debe ser leída en clave internacional, puesto que estos datos son el reflejo de información que debe ser correctamente interpretada, para lograr políticas públicas vinculadas a atender, no sólo la crisis sanitaria, sino también la crisis social de Argentina y América Latina.