Durante un siglo y medio, los argentinos han ignorado los avatares del precio de la moneda de los Estados Unidos o de cualquier otra moneda extranjera, porque el país gozaba de cierta estabilidad monetaria. No estamos diciendo que no existieran problemas, sino que, por entonces, no padecíamos aún el flagelo de la inflación. Los primeros síntomas del aumento generalizado de precios se evidenciaron a mediados del siglo XX, y así comenzó la fiebre del dólar, que ya se hizo crónica a partir de la década del setenta.
Según Orlando Ferreres, en su estudio titulado “200 años de economía argentina”, entre 1810 y 1940 la Argentina tuvo una sola década con inflación promedio de dos dígitos, fue concretamente entre 1831 y 1840, cuando promedió el 16% anual. A su vez, el siglo XX principió con una inflación bajísima: 1,8% anual en la primer década; 7,5% en la segunda y -3,3% en la tercera, influenciada por la profunda crisis económica que se inició en 1929.
La situación comenzó a desmadrarse en los años cuarenta, cuando la inflación fue del 13% anual y saltó al 30% en la década siguiente. Desde entonces las reservas de divisas acumuladas en el Banco Central menguaron, y el dólar fue considerado por muchos argentinos como un vehículo de reserva de valor, ante la creciente depreciación de la moneda local.
A principios de 1952, la inflación anualizada desbordó el 50% y el presidente Perón decidió enfrentarla con un plan de estabilización bastante ortodoxo, que fue concebido por su ministro de Economía, Alfredo Gómez Morales. Luego, en la década del 60, el promedio de inflación bajó al 21,6% anual, pero volvió a escalar a partir de los 70, y fue ahí cuando comenzaron las peripecias del dólar en nuestro país, o mejor dicho, cuando despertó la obsesión de los argentinos por el dólar.
Así las cosas, el primer mega-ajuste histórico, signado por el salto abrupto del dólar, se dio con el denominado “Rodrigazo”, en 1975. Luego de un pico alcanzado en 1972, el valor del dólar oficial se estabilizó durante tres años. El responsable de la política económica era José Ber Gelbard, ministro de Economía, tanto de Héctor Cámpora como de Juan Domingo Perón, quien impulsó el consumo interno mediante el congelamiento de precios y tarifas, con una evidente sobrevaluación de la moneda nacional.
Los desequilibrios acumulados en aquellos años terminaron estallando después de la muerte de Perón. A fines de 1974, en medio del conflicto suscitado entre la derecha y la izquierda peronista, Gelbard (considerado como “el mejor ministro de Economía de la historia argentina” por la breve ex ministra Silvina Batakis) dejó su cargo y fue reemplazado por Gómez Morales (el mismo que dos décadas antes había aplicado el primer ajuste de la era peronista). Pero éste falló al intentar frenar la inflación, y el 2 de junio de 1975 lo sucedió Celestino Rodrigo, quien dos días después anunció el ajuste más virulento aplicado en la economía argentina hasta ese entonces.
El tristemente célebre ministro de Economía de María Estela (Isabelita) Martínez de Perón le quitó el corsé al dólar y también a los precios y tarifas. Eso provocó una explosión incontrolada de la inflación. La nafta aumentó más del 180%, el dólar y las tarifas de los servicios públicos duplicaron su valor, y el boleto de colectivo subió el 50% (apenas un 10% más que el incremento anunciado recientemente en CABA). Aquel mes la inflación trepó al 44% y el año cerró con un escalofriante 183%.
En cuanto a la evolución de la divisa norteamericana, que durante 1973 y 1974 se había mantenido en 5 pesos, en marzo de 1975 ya había llegado a 10 pesos, en junio a $ 24, en julio a $ 27 y en noviembre alcanzó el récord de $ 40, pasando de 5 a 40 pesos en menos de diez meses. En tanto, el “dólar financiero” a fin de ese año ya rozaba los $ 60, mientras que en el “mercado negro” cotizaba en torno a los $ 127.
El 30 de junio, con los efectos del furibundo ajuste a la vista de todos, el ministro Rodrigo emitió un discurso por cadena nacional, en el que confesaba haber vivido “28 días plenos de frustración y desazón al hacer el inventario de la situación económica y social”, e insistía en la necesidad de “explicar al pueblo la situación lamentable en que se encontraba la Hacienda nacional”. A mediados de julio, tras una breve y penosa gestión, Rodrigo se alejaba de la cartera económica.
En el amanecer del año 1976, siendo Emilio Mondelli ministro de Economía, el descontrol económico y cambiario era total. Y el 24 de marzo, enmarcado en un clima de creciente violencia política, se precipitó el golpe de Estado que prohijó la dictadura más sangrienta de la historia argentina contemporánea.
José Alfredo Martínez de Hoz, el ministro de Economía más emblemático de aquel “Proceso de Reorganización Nacional”, primero fijó un dólar caro, hasta fines de 1978, y luego aplicó el “Enfoque Monetario del Balance de Pagos” e impuso la famosa “tablita” que, con el tiempo, provocó una marcada subvaluación de la moneda extrajera. Así, en marzo de 1981, cuando dejó su cargo, el dólar cotizaba -a valores de hoy- a 84 pesos. Terminaba de este modo el período de la “plata dulce”, al costo de un fuerte endeudamiento externo, el derrumbe de la industria local y la cuasi quiebra del sistema bancario argentino.
Lo sucedió Lorenzo Sigaut, quien acuñó una de las frases más célebres de la saga cambiaria argentina: “El que apuesta al dólar, pierde”, había afirmado justo antes de desencadenar dos devaluaciones consecutivas, del orden del 30% cada una, que dieron inicio a una década nefasta de oleadas devaluatorias.
En 1982, tras el fracaso militar en la Guerra de Malvinas, con José María Dagnino Pastore en el ministerio de Economía y Domingo Felipe Cavallo al frente del Banco Central, se impulsó una nueva devaluación, con desdoblamiento cambiario y el precio del dólar llegó a niveles altísimos. A valores de hoy, el dólar oficial alcanzó los $ 418 y el paralelo o libre promedió los $ 509.
Las consecuencias económicas de tantas devaluaciones fueron devastadores para el tejito social argentino, impactando fuertemente en los niveles de actividad y de empleo. Y en medio de aquella profunda crisis, al gobierno de facto no le quedó más alternativa que ensayar la salida democrática, que analizaremos en esta misma columna en la edición de mañana.
Abogado y docente universitario