El malestar en la presencialidad remota

Por Marcelo Casarin

El malestar en la presencialidad remota

Pasada la pandemia y el aislamiento sanitario, las clases virtuales persisten o, como se dice, se quedaron. Especialmente en los cursos de posgrado. En el camino, se acuñaron algunas denominaciones para dar cuenta de novedosas maneras que adoptó el acto educativo: junto a virtualidad, aparecieron “presencialidad remota”, e “hibridez”.

Las clases virtuales

Son las mediadas por pantallas, a través de algún sistema de reunión, como Zoom o Meet.

Sabemos que “virtual” alude a lo que se desarrolla en línea, por Internet; pero también es aquello que podría llegar a ocurrir, o cuya existencia es posible. O dudosa.

¿Quiénes de los que nos dedicamos a la docencia universitaria no hemos sufrido de alguna manera el malestar de dar clases viendo en la pantalla unos pocos rostros, aparentemente atentos, y tantos recuadros de cámaras apagadas?

¿Qué se perdió de la experiencia del encuentro en las aulas reales? ¿Qué recursos desarrollamos para mitigar esa distancia con las personas?

La virtualización de clases como modalidad de enseñanza se ha solapado parcialmente a la educación a distancia, aunque está claro que la diferencia reside, en principio, en la simultaneidad, o su falta.

Sincronía/asincronía son los términos que dividen aguas: estudio autónomo, sin clases, con instrucciones escritas y materiales; esto es lo que se entiende por educación a distancia; y, en la actualidad, se tramita por esos repositorios que llamamos aulas (también) virtuales como Moodle.

La presencialidad remota

Especie de oxímoron, es la argucia que inventó el sistema universitario argentino, con acuerdo de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria), para justificar lo que dejó la pandemia y que se prolongó, especialmente en el posgrado, con algunos beneficios.

El primero tiene que ver con inclusividad: cualquier persona, en cualquier lugar, por remoto que fuera, podrá participar de un determinado curso que organiza la Universidad, como nuestra UNC; la profesora estará en su casa de Alaska y los participantes diseminados por el resto del mundo.

Esta condición de inclusividad acarrea también una economía: la universidad no deberá pagar el pasaje y el alojamiento del profesor alasqueño, por caso, y cada participante se ahorrará los viáticos y podrá apoltronarse en su casa, a exiguo (o nulo) costo. Esta circunstancia ha ampliado considerablemente el mercado de los posgrados llamados “presenciales”, que hasta hace poco veían limitada la participación a personas de la ciudad o de ciudades vecinas o, en mucha menor medida, de la región.

Pero, en la misma proporción, ha recrudecido la competencia: en estas condiciones, una habitante de Ushuaia podría cursar el posgrado de su elección en una universidad de Catamarca, Córdoba, Cuenca, Lyon o Essex. En cualquier caso, entiéndase que la persona deberá contar con el dinero para pagar el curso que se dicte y con las condiciones tecnológicas necesarias.

Lo importante del caso es que las autoridades que regulan el funcionamiento de los posgrados –los consejos superiores de las universidades, el ministerio deEducación y la ya mencionada CONEAU–, han convalidado presencialidad remota como equivalente a la presencialidad a secas; pero esto con la obligación de que todos y cada uno de los participantes se mantengan con sus cámaras encendidas y los ojos bien abiertos a lo largo de toda la clase.

Permítanme dudar de que eso ocurra, y de que sea exigible: ¿cuántos hogares cuentan con un espacio para que el o la cursante encuentren las condiciones adecuadas de aislamiento para cumplir con este requisito a rajatabla?

Las aulas híbridas

Las universidades, algunas de ellas al menos, se equiparon con cámaras y pantallas para afrontar la nueva etapa que se abría: la hibridez.

¿Qué significa? Se trata de que la profesora estará en el aula real y los estudiantes podrán estar ahí o en su casa conectados por Zoom o Meet. La docente hablará a los presentes y a los remotos presentes, que serán cuadraditos en una pantalla. Y hará malabarismos para que nadie se sienta excluido de su mirada y de su voz; desplegará sus mejores condiciones histriónicas; aguzará su imaginación didáctica para que lo suyo no sea un monólogo, o la clase no sea una mera charla, o no sepa cómo hacer para conmover a los presentes y a los presentes remotos.

En todo este asunto se ha pensado mucho en los cursantes, en que no pierdan su clase, sus cursos; pero creo que se ha reflexionado y actuado poco en relación al cuerpo docente: a los cuerpos de los y las docentes. Hemos debido amañarnos para enseñar y comunicarnos en estas modalidades novedosas, aprendiendo a lo que dé, sin capacitaciones formales por parte de las instituciones. Y sin discusiones a fondo con los propios actores y actrices de este proceso.

No abundaron en estos tiempos talleres, cursos, capacitaciones (o terapias de grupo) para tramitar el malestar que nos produjo la virtualidad, la presencialidad remota y la hibridez; sin embargo, nadie podrá decirnos que no estuvimos dando clases, que no lo estamos haciendo.

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