Escritores que no escriben (y textos que se escriben solos)

En 2025, un texto sacudió el campo editorial, filosófico y mediático: Hipnocracia, atribuido a Jianwei Xun, filósofo hongkonés.

Escritores que no escriben (y textos que se escriben solos)

Hace más de tres décadas, Joaquín Sabina cantaba sobre los “escritores que no escriben”, aquellos personajes nocturnos del Madrid posmovida (década de 1990), especializados en el arte de estar sin hacer, en transitar el gesto más que concretar la acción. La frase, incrustada en su canción “Todos menos tú” del celebrado disco Física y Química, parecía entonces una ironía lírica sobre ciertos arquetipos culturales. Hoy, sin embargo, esa imagen cobra un nuevo sentido, más inquietante y global.

En 2025, un texto sacudió el campo editorial, filosófico y mediático: Hipnocracia, atribuido a Jianwei Xun, filósofo hongkonés. El problema es que Xun no existe. Ni su pasaporte, ni su biografía, ni sus fotos. Lo que sí existen son las “conversaciones” que lo hicieron posible: interacciones entre el filósofo italiano Andrea Colamedici y sistemas de inteligencia artificial como ChatGPT y Claude, que dieron forma a un texto que narra y al mismo tiempo encarna un nuevo régimen del poder basado en la manipulación algorítmica de la conciencia colectiva. Un ensayo sobre el presente que también es una performance teórica y una experiencia de “trance” (nueva dimensión histórica agregada por Xun a las “tragedia” y “farsa” acuñadas por Marx) ¿finalmente escrita por quién (persona), o por qué (artefacto)?

¿Estamos ante un caso extremo de “escritura fantasma”? ¿O ya pasamos a otra cosa?

Porque lo cierto es que hoy no solo abundan los “escritores que no escriben”: proliferan también políticos, influencers, periodistas, celebridades y deportistas que publican libros sin escribir una sola línea, delegando (o disolviendo) su autoría en equipos editoriales, redactores invisibles o directamente inteligencias artificiales. Antes, el escritor fantasma transitaba un oficio requerido en ciertas circunstancias por la dinámica editorial; hoy es una pieza del entramado mediático, completamente diluida.

La industria del libro, naturalmente, acompaña la tendencia. Y es lícito: todo emprendimiento debe estar en condiciones de cerrar sus balances para mantenerse. En las mesas de novedades de cualquier librería se acumulan títulos firmados por nombres famosos, muchos de ellos con más seguidores que ideas. A menudo, en la portada o en la contratapa figura en tipografía destacada su cuenta de Instagram, como si esa fuera su credencial de autoría. Algunos de estos libros relatan experiencias, otros ofrecen consejos de vida, y todos comparten un mismo origen: la notoriedad previa de su autor, inequívocamente extraña al campo literario.

No se trata de un alegato desde la envidia ni desde el purismo. Pero cualquiera que haya pasado semanas lidiando con una página en blanco sabe que escribir exige más que exposición y carisma. Es una labor silenciosa, paciente, no siempre grata. Incluso estas columnas breves, paridas a cuatro manos, demandan esfuerzo. Y no porque concebirlas y tipearlas sea una faena de mártir.

Hace poco, Arturo Pérez-Reverte denunció con su estilo habitual esta paradoja del mundo editorial: “No hay presentador de televisión, youtuber o famoso que no pruebe suerte con la tecla en sus ratos libres, que por lo visto son muchos”. Lo dijo con ironía, sí, pero también con cierta resignación. Porque esas publicaciones venden. Y la lógica del mercado no siempre es discutible.

Pero lo que preocupa no es el éxito de esos libros, sino la transformación de la escritura en una operación de marca, en una expresión de la “hipnocracia” señalada por el falso hongkonés Janwei Xun: ese nuevo régimen en el que el poder (y su visibilidad) ya no dependen del contenido, sino de la capacidad para modular la percepción pública, para generar estados de adhesión emocional, para inducir “trances” de lectura sin necesidad de literatura.

En ese sentido, Hipnocracia no es solo un libro. Es una advertencia, un espejo que nos devuelve una imagen inesperada: los textos existen sin escritores, las narrativas impactan sin creadores humanos, la verdad puede licuarse en reflejos virtuales sin ninguna dificultad. ¿Quién necesita escribir (imaginar, investigar, producir) cuando basta con inducir?

Nos preguntamos: pronto se le exigirá a Xun otra obra cumbre. O se demandarán nuevos filósofos o filósofas que aparezcan de la misma manera, frotando la lámpara de la IA, analizando vaya a saber qué problemáticas. O quizá podremos encontrar a “celebrities” filosofando: ¿cuántas personalidades mediáticas son más atractivas y conocidas que Sartre, Heidegger o Deleuze y podrían generar libros de mayor interés, ganando nuevos mercados?  Y todo ocurriendo de modo urgente, porque hay demanda, los sistemas de IA contestan de inmediato y los sofisticados programas de edición resuelven cualquier inconveniente. ¿A dónde nos llevará este camino?

Como afirmó Colamedici respecto de Hipnocracia, “quería que el libro fuera a la vez teoría y práctica, que generara una experiencia crítica real, una performance filosófica hipnocrática”. Por ahora parece haberlo logrado. Y con ello demostró que el problema no es que los escritores ya no escriban; sino que, quizás, semejante dato ya no le importa a casi nadie.

 

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